viernes, 11 de noviembre de 2011

Mirarse en el espejo

A veces, mientras te miras al espejo, cuesta trabajo reconocer al sujeto que no te quita ojo desde la brillante y eficaz conjunción de vidrio y metal, y hasta podrías llegar a pensar que, si te lo encontraras por la calle, no te fiarías de él ni un pelo: el conflicto permanente entre la individualidad que tutela nuestros sueños y la vida diaria, origina una curiosa y continua negociación de la que nunca salimos satisfechos. Buscamos en la oscuridad, tanteamos nuestras voluntades, atisbamos luces y, al final, nos resolvemos entre penumbras y tinieblas. Saber de buena tinta quiénes somos, o creer saberlo, es la tarea ímproba que nos persigue desde que abrimos los ojos al mundo. ¿Somos como nos pensamos, o son los demás los que llevan la razón y saben cuál es nuestra verdadera naturaleza? ¿Vanidad de Narciso o suma de incertidumbres? Quién lo sabe.

Tan atípica reflexión tiene su origen en el poema Los Otros, Los Demás, Ellos, de Fernando Beltrán (Oviedo, 1956), cuya lectura me ha conmovido: las vacilaciones han desaparecido, aunque sea fugazmente, y por fin, durante unos instantes, he sabido quién era yo.

CG

Los Otros, Los Demás, Ellos

El serbio que destruye un colegio soy yo,
el ruandés que mata a machetazos soy yo,
el terrorista que coloca la bomba soy yo,
el hombre que dispara en un hiper de Texas soy yo,
el judío que bombardea un campo de refugiados soy yo,
el palestino que clama en el desierto soy yo,
el albanés que huye en un barco soy yo,
el marroquí que se ahoga al cruzar el estrecho soy yo,
el guerrillero que aún sueña en El Salvador soy yo,
el bebé somalí que se muere de hambre soy yo,
el médico sin fronteras soy yo,
el general que apunta soy yo,
el empresario que emite residuos radiactivos soy yo,
el enamorado que mata por amor soy yo,
el loco que muere por amor soy yo,
el político sin escrúpulos soy yo,
el funcionario corrupto soy yo,
el funcionario honrado soy yo,
el hombre capaz de lo mejor,
el hombre capaz de lo peor,
el hombre a secas, yo

Fernando Beltrán. La semana fantástica. Poesía Hiperión. Madrid, 1999.

Ilustración: Mujer ante el espejo. Paul Delvaux (1897-1994).

Música de fondo: Exodus. Tema principal. Ernest Gold.

sábado, 1 de octubre de 2011

Octubre, un poema de Mª Fernanda Trujillo

El otoño suele atraer a toda suerte de poetas y escritores, los cuales ven en su luz oblicua y en sus evocadoras y melancólicas tardes, pretextos ideales para la introspección poética.

Pero María Fernanda Trujillo, poeta, escritora, viajera y observadora de lo cotidiano, al escribir este poema dedicado a Octubre, desdice de todo lo anterior. María Fernanda —compañera y amiga entrañable—, sabe de lo que habla en su decir poético, mostrando un verbo lírico y terso a favor del estío: casi sin nombrarlo reivindica la estación perdida y reprende al otoño con suavidad, condescendiente con él a pesar de su falta de decoro y su capacidad para deslucirle los pétalos.

Con Octubre iniciamos una nueva sección, El poema del mes. Que lo disfruten.

CG

Octubre

Viene el otoño a posarse en mi ventana
por sorpresa, como tiene por costumbre.

Se acerca y contraría mi voluntad
habituada, como estaba, a la sensualidad del estío,
a su naturaleza ardiente, al sol maniatado en las persianas
de mi cuarto.

Viene a respirarme: gris, famélico y trabajoso,
a corearme el lento latido de la sangre,
a morderme, indecoroso, los labios.

A estorbar la frescura que emanaba del arroyo cercano,
y a abandonarme, baldíos los pies, a merced del relente.

Viene a deslucirme los pétalos, que ahora gimen,
privados del umbroso refugio del alféizar.

Llega para transgredirme las caderas
e inundarme de lágrimas la simiente.

Y en su ultraje se hace acompañar de un viento infame,
que acrecienta la condena
mientras ansío la libertad de una nueva y
                                            complaciente amanecida.

El otoño vuelve a posarse en mi ventana
por sorpresa, como tiene por costumbre.

Mª Fernanda Trujillo León

Música de fondo: Summertime, Nina Simone...

viernes, 12 de agosto de 2011

Una visita obligada

En el centro de la Praça da Batalha, justo en la parte trasera de la Estación de San Bento, hay una estatua dedicada a don Pedro V, hay bancos en los que se sientan los desocupados de la zona, indiferentes al trajín de los turistas, y hay palomas. En el teatro San João se estrena El Avaro, de Molière; desde cualquier ángulo de la plaza se cuentan cuatro hoteles, uno de ellos cerrado, unos billares desvencijados encima del café Chave D´ouro y dos o tres restaurantes… Por su centro discurren, al menos, dos líneas de tranvías. Es un buen espacio de referencia para, desde allí, llegar a la librería Lello & Irmão, acaso una de las más bellas librerías del mundo.

Doblo ante la fachada barroca de la iglesia de san Ildefonso para tomar la Rua 31 de Janeiro y luego la Rua dos Clérigos. Asciendo con esfuerzo la Rua das Carmelitas y por fin me encuentro ante la fachada neogótica de la legendaria librería. Los dos escaparates que flanquean la entrada principal rebosan de novedades bien ordenadas. Al entrar, la escalera roja atrae mi mirada, pero unos segundos más tarde ésta se detiene en las altas y acristaladas estanterías que cubren la sala de arriba abajo: allí mandan los libros y el espacio guarda una memoria reverencial y centenaria. En la primera planta, cerca de la triple ventana que da a la calle, los propietarios del establecimiento han colocado, en tamaño afiche, una página de El País, edición de Cataluña, con un artículo de Enrique Vila-Matas titulado Pensando en Oporto. Conciso, breve y con la autoridad que lo caracteriza, VM le concede a la librería la atención obligada y un par de certeros calificativos, pero al hablar de escaparates no lo hace para referirse a la librería sino para hablar de una tienda, regentada por un hombre que se parece sorprendentemente a Saramago, y que vende exclusivamente trampas para cazar ratones. El escaparate, dice, donde se exhiben los más variados modelos de trampas, es sencillamente sensacional. La crónica, publicada en marzo de 1996, no se encuentra en Internet. Pero afortunadamente sí hay una manera de disfrutarla: está incluida en esa rara antología de escritos que VM publicó en 2004 en Alfaguara y que lleva por título Desde la ciudad nerviosa, con una sugerente foto de Hedy Lamarr en la cubierta.

Vuelvo la mirada al interior de la librería. En los pilares de madera se distinguen los rostros de Eça de Queiroz, Guerra Junqueiro, Castelo Branco… El techo proyecta una diáfana claridad cuyo origen es la amplia vidriera que contiene el exlibris de Lello & Irmão, con el destacado lema Decus in Labore (Gloria al trabajo manual). Mientras desciendo las escaleras no puedo evitar pensar que aquí se ha erigido un templo hacia la bondad de las ideas y las emociones contenidas en todos los libros del mundo.

Al marcharme me siento ligeramente contrariado. El empleado, que nos recibió con una breve sonrisa, muestra de repente un rostro cansado y sus restrictivas indicaciones en voz alta, sin destinatarios concretos —no foto!, no flash!—, se han convertido en una salmodia incómoda y repetitiva que perturba mis ganas de dialogar con él. Fuera, el calor húmedo y sofocante, pero no tan inclemente como el de mi tierra, me acompañará el resto de la tarde. El mundo de los obras escritas queda atrás. Ahora toca acercarse al libro abierto y con las páginas en blanco que nos ofrecen, pretéritas y majestuosas, las calles de Oporto.

CG

Música de fondo: Cualquier tema de Márta Sebestyén...

Este post ha sido publicado en la revista electrónica Calle Ficción.

domingo, 3 de julio de 2011

La cara del dolor, según Leonardo da Vinci

Cuando la cabeza duele, todos los miembros duelen...
Don Quijote de la Mancha, 2ª parte, capítulo II         
Miguel de Cevantes Saavedra                                 

Numerosos historiadores y biógrafos han relacionado en sus trabajos la incidencia de migrañas incapacitantes entre personajes ilustrísimos: Pedro I el Grande, María Tudor, Ulises S. Grant, Edgar Allan Poe, Virginia Wolf, Chopen, Kant o Graham Bell, son sólo una reducida representación de una nómina a la que habría que añadir los millones de anónimos sufridores de este lacerante y afilado mal.

El alumno de Verrochio, el célebre Leonardo (Vinci, 1452 - Amboise, 1519), dio muestras sobradas a lo largo de su vida del interés que siempre sintió por la belleza absoluta y cuyo principal ejemplo fue, siguiendo el ideal renacentista, la consecución del hombre ideal, u Hombre de Vitruvio. Pero no sólo se ocupó de describir el imperio del hombre en el mundo, sino que también se interesó por representar la naturalidad  de los sentimientos.

Esta magnífica cabeza(*), procedente de una de las dos colecciones de Leonardo que fueron propiedad de Pompeo Leoni y que hoy puede admirarse en el British Museum, es un estudio a sanguina de un rostro que acusa los estragos de un dolor identificable con un fuerte episodio de migraña. Los ojos, alineados en un poderoso fruncido, obligan a que la boca se arquee, dejando ambas mandíbulas ligeramente retraídas. Con el esfumado, sfumato, técnica que Leonardo ensayó en la Gioconda y en San Juan Bautista, consigue captar la gravedad de la expresión, conferida por el sufrimiento de una dolencia que no sabemos si el autor padeció en sí mismo o solamente imaginó.

CG

(*) Estudio de expresión. Leonardo da Vinci
Dibujo a sanguina sobre papel. Londres. British Museum.

Música de fondo: Meditación de Thais. Jules Massenet (1842 - 1912).

viernes, 10 de junio de 2011

Argullol en estado puro: Breviario de la aurora

Rafael Argullol (Barcelona, 1949), publicó en el año 2006 este Breviario de la aurora, un intenso y lírico ejemplo de fusión entre pensamiento poético e intuición creadora. Según su autor, el libro nace con voluntad de concisión, y debe ser entendido como un trabajo que discurre en paralelo a su Enciclopedia del crepúsculo, más vigorosa y abultada. Tras la portada –una ilustración de arte mogol del siglo XVI de elegante y prometedor diseño– aparece un prefacio brevísimo y directo del autor. Son 360 definiciones (obsérvese que el número es más identificable con los grados sexagesimales que con los días del año), cuya organización alfabética facilitan su hallazgo. El escritor, consciente de que la brevedad puede hacer incurrir la definición en el laconismo, utiliza la técnica del aforismo, alejándose del aserto y del axioma para construir sus definiciones, las cuales, como él mismo reconoce, han sido escritas en cualquier momento del día, aunque algunas voces surgieron tras la neblina del sueño, y, de manera frecuente, durante el insomnio.

CULTURA: A la sombra del bosque de símbolos.

ESENCIA: Corazón desnudo de la rosa.

IMAGINACIÓN: El viaje hacia todas las direcciones.

ORIGEN: El largo rodeo a través del infinito para llegar a casa.

Es obligatorio, de manera común, asistir a momentos crepusculares cuando nuestra jornada está a punto de finalizar. Pero presenciar las auroras, los amaneceres de nuestros días, es opcional. La aurora pasa más desapercibida, más inadvertida, porque el propio y violento arranque de nuestras agitadas jornadas hace que, delante de nuestras narices, se vuelva invisible. Acaso sea por eso que buscando dentro de este amplio breviario –perdón si el oxímoron resulta exagerado– la voz AURORA, el autor nos lo define como el regalo cotidiano que no hemos hecho nada por merecer.

A nuestro juicio, este Breviario…, compone una seductora entrega más del escritor, filósofo y viajero, cuyo objetivo es activar la reflexión continua, poderosa arma contra la débil actividad intelectual, inherente, a veces, a la existencia moderna.

CG / Pepe Amodeo
Música de fondo: Concierto en re menor. Adagio. Alessandro Marcello (Venecia, 1669-1747).

miércoles, 11 de mayo de 2011

Duchas: Muñoz Molina vs McEwan

—Ni que fuéramos a tirarnos de cabeza al mar —mi tío, jovialmente, ya se había situado exactamente debajo de la alcachofa de la ducha, y sujetaba el alambre—. ¿Preparado?
Dije que sí, casi pegado a él, en el espacio escaso del cobertizo, y entonces mi tío tiró del alambre, cerrando los ojos, y al principio no pasó nada y volvió a abrirlos. El mecanismo debía haberse atascado. Mi tío tiró otra vez, con más fuerza, y se quedó con el gancho de alambre en la mano, pero entonces el agua empezó a caer sobre nosotros, fría, en hilos muy finos, como una lluvia desconcertante y gozosa, y mi tío llamó a gritos a mi madre y a mi abuela y abrió la puerta de tablones del cobertizo para que las dos vieran la maravilla de la ducha que caía sobre nosotros y chorreaba en el suelo. Recibíamos el agua con las bocas abiertas y los párpados apretados, como una lluvia benévola que se pudiera manejar a voluntad. Mi tío me hacía cosquillas, me frotaba su trozo áspero de jabón por la cara, me apartaba para recibir él todo el chorro, y mi madre y mi abuela se reían tan escandalosamente al vernos que pronto llamaron la atención de las vecinas en los corrales próximos.
—¿A qué vienen tantas risas?
—Los vecinos, que han puesto una ducha.
—¡La ducha! —dijo mi tío, a voces—. ¡El gran invento del siglo! El día que me case me daré una gran ducha antes de vestirme de novio...
Entonces, tan bruscamente como había empezado, aquella lluvia suave y fría se interrumpió, y mi tío y yo nos quedamos mirándonos, las caras y el pelo llenos de jabón, los pies chapoteando en agua sucia, junto la taza del retrete, una o dos gotas escasas, con color de óxido, cayendo despacio de la alcachofa de la ducha.

El viento de la luna. Antonio Muñoz Molina
Seix Barral. Biblioteca Breve. Barcelona, 2006. pp. 31-32
Crítica de la novela en Letras Libres.

—oOo—

Henry se coloca debajo de la ducha, una cascada potente bombeada desde el tercer piso. Cuando esta civilización se derrumbe, cuando los romanos, sean quienes sean esta vez, se hayan marchado por fin y empiece la nueva era de las tinieblas, esto será uno de los primeros lujos que perdamos. Los viejos acuclillados junto a las hogueras de turba hablarán a sus incrédulos nietos de que en mitad del invierno se ponían desnudos bajo chorros de agua caliente y limpia, les hablarán de pastillas de jabón perfumadas, de ámbar viscoso y líquidos bermellón con que se frotaban el pelo para dejarlo reluciente y más voluminoso de lo que era en realidad, y de gruesas toallas tan grandes como togas, extendidas sobre rejillas calientes.

Sábado. Ian McEwan
Anagrama. Panorama de narrativas. Traducción de Jaime Zulaika. Barcelona, 2005. pp. 177-178
Crítica de Sábado en Letras Libres.

domingo, 3 de abril de 2011

Correr, de Jean Echenoz

Que nadie busque en esta biografía de Emil Zátopek listas exhaustivas de las marcas conseguidas por el atleta checo, o puntuales fechas de sus innumerables hazañas deportivas... Nada de eso. Zátopek —¿no suena ese nombre a locomotora?— aparece a lo largo del relato como un héroe denodado que resulta humilde en todas sus victorias: no pide disculpas por ganar pero jamas se ha podido contermplar a un ganador tan ajeno al éxito conseguido; no estamos ante un depredador, un oportunista, de los que tanto abundan hoy en diversas órdenes de la vida pública, incluido el atletismo, acaso reconocido como el más excelso de los deportes, ni tampoco estamos ante un virtuoso que despide cierto olor a naftalina. Pero también es probable que el Zátopek del que nos habla Echenoz no fuese el verdadero, aunque ello no importe: al verdadero no lo conoceremos jamás, ya que esa dicha sólo le estuvo permitida a unos cuantos. No obstante, el novelista nos permite aproximarnos a un héroe singular, cercano, entrañable.

El relato comienza con las tropas nazis penetrando en la Moravia y finaliza, en el capítulo 20, con la invasión de los tanques, esta vez del Pacto de Varsovia, en las calles de Praga. Curioso cierre de círculo, si constatamos que en las pistas de atletismo el punto de inicio de una carrera es también el final de la misma. En este largo paréntesis asistimos a la ascensión brillante y al declive —discreto y razonable en lo deportivo, lacerante y doloroso en lo personal—, del héroe que iluminó los Juegos Olímpicos de Helsinki de 1952. Este checo, que llegó tardío al atletismo, venció en los 10.000 metros; tres días más tarde vuelve a vencer en 5.000; al cuarto día vuelve a enfundarse la camiseta y compite por primera vez en su vida en la maratón, logrando el tercer oro. Nadie lo había conseguido con anterioridad y nadie lo ha conseguido desde entonces.

Existe un aforismo que describe a la perfección la diferencia entre la velocidad y el gran fondo: si quieres ganar corre cien metros, pero si quieres vivir otra vida corre una maraton. Acaso sea esta la razón por la que el héroe, este héroe, resulta ser una persona conectada con su tiempo, estableciéndose un paralelismo permanente entre su propia vida y los acontecimientos políticos y sociales que convulsionaron al mundo en la segunda mitad del siglo XX. La lectura de Correr* supone contemplar un retablo levantado para mostrar un perfil nítido y creible, el del personaje principal, que compartió espacios y contrastes con su tiempo. Luego llegaron los claroscuros, aquellas sombras amenazadoras que en vano lograron pervertir la luminosidad del dulce Emil, un hombre que se valió del polvo que levantaron sus zapatillas para la construcción de un horizonte propio, capaz de transmitir esperanzas e ilusiones a quienes, desde la lejanía de la historia, lo seguimos admirando.

CG / Pepe Amodeo

*: Correr. Jean Echenoz. Anagrama. (Barcelona, 2010). Traducción de Javier Albiñana.

jueves, 20 de enero de 2011

Es medianoche y hay luna llena ...

... pero no hay perigeo, ni apogeo, ni eclipse parcial ni total. Lo que me trae aquí, y ahora, se llama insomnio y esta noche tiene un más que probable origen: haber finalizado la relectura, después de diez años, de Soldados de Salamina, de Javier Cercas. Y es que ni siquiera he podido entrar en la fase de vigilia (estado hipnagógico según los psicólogos y neurólogos, inverosímil puente hacia el sueño profundo), pensando en el desgarbado Stacy Keach, el joven Jeff Bridges y la atormentada Susan Tyrrell: los tres recorriendo las calles y los bares de Stockton, la ciudad del saludo cómplice entre Roberto Bolaño y Antoni Miralles, el milagroso héroe superviviente de dignísimas y patrióticas batallas, pero al que nadie, en la novela de Cercas, le había dado las gracias. Luego, como si de una sesión doble se tratara, he recordado otra soledad, la de Fredrich March en el film Middle in the night, una memorable película que Delbert Mann realizó, en blanco y negro, en 1959.

Me asomo a la ventana y compruebo que sí, que allá en lo alto la luna está llenísima. Y me acuerdo del poema La cifra, de Jorge Luis Borges... ¡Cuántas veces se nos ha dado contemplarla, y cuántas se nos ha dado, también, disfrutar del sabor extraordinario de un beso! Y por estos actos —infinitos, únicos, sublimes—,  nunca, nunca, nos acordamos de dar las gracias...

La amistad silenciosa de la luna
(cito mal a Virgilio) te acompaña
desde aquella perdida hoy en el tiempo,
noche o atardecer en que tus vagos
ojos la descifraron para siempre
en un jardín o un patio que son polvo.
¿Para siempre? Yo sé que alguien, un día,
podrá decirte verdaderamente:
No volverás a ver la clara luna.
Has agotado ya la inalterable
suma de veces que te da el destino.
Inútil abrir todas las ventanas
del mundo. Es tarde. No darás con ella.
Vivimos descubriendo y olvidando
esa dulce costumbre de la noche.
Hay que mirarla bien. Puede ser la última.

La cifra, Jorge Luis Borges. 1981

Es tarde. Y, aunque sé que algún día me equivocaré, vuelvo a confiar en que no será la última vez que veré la luna. Pero antes de dormir —o de intentarlo—, me concederé unos minutos para escuchar a Kris Kristofferson en Help me make it trought the night, la banda sonora de Fat City. Y de nuevo, entre las sabanas, volveré a imaginar que acaso, un improbable día, alguien tan honorable como Miralles me concederá el honor de pedirme que lo abrace... Y si eso sucede en un futuro remoto, me gustaría tener la sensibilidad, el acierto, del Javier Cercas de la novela, reconociendo —y apreciando, claro—, "el olor desdichado de los héroes".

CG

jueves, 6 de enero de 2011

Noche de Reyes

Cuántas noches como ésta permaneciste en vela,
a la espera del alba,
apoyado de pechos en tu almena,
insomne centinela de la ciudad cansada,
y cuántas otras noches
la fatiga y la pena concertadas
en la raya del día te vencieron.
Las cuentas están claras:
soledad, soledad y muchas noches
como esta misma noche, solitarias.

La tristeza es un tiempo
en que no pasa nada,
porque pasó lo que pasar debía
como si no pasara,
como si fuera el gasto corriente de la vida,
algo sin importancia:
la moneda menuda que olvidamos
en los bolsillos de la ropa usada
o esos números viejos de teléfono
a los que nunca llamas.

A lo lejos se apaga un ruido de motores.
Silba el viento en su flauta
una monodia trémula.
Llueve en la interminable madrugada
y refleja la luz de los faroles
el húmedo encachado de la plaza.
Alguien camina por los soportales.
Se ha fundido ya el hielo en tu vaso de malta.
Llueve en esta vigilia sin consuelo
donde sólo la noche te acompaña.

Noche de Reyes. Jon Juaristi, Tiempo desapacible. 1996

Los lunes, poesía
Antología de poesía española contemporánea para jóvenes
Selección de Juan Carlos Sierra. Poesía Hiperión. 2004

Música de fondo: Pavana en Fa menor sostenido. Op.50. Gabriel Fauré

sábado, 1 de enero de 2011

Cambio de década

Permitidme que me exprese como de aquellos que piensan que la decada comienza hoy, y no justamente hace un año. En cualquier caso, he aquí mis desasosiegos entre pasado, presente y futuro. Desde luego, si he de elegir, prefiero el ciego, feroz y comprometido presente ...

De cuanto mis ojos ven
Tarde o temprano sangrará tu herida,
y no será momento de hacer frases.

La herida. Luis Alberto de Cuenca
Florilegium. Poesía última española. Austral, 1982

De cuanto mis ojos ven, son las claridades las que anchan mis ademanes.

De cuanto mis ojos ven, son los espacios los que llenan mis memorias.

De cuanto mis ojos ven, son los colores los que adentran mis pasiones.

Abriendo los ojos para nutrir gestos, evocaciones y ardores,

cometo descuidos. Entonces se me cuelan, hasta el alma, los brillos

y oropeles que el futuro promete, enfrentados al desván

de los actos pasados, con los celos y júbilos ya emigrados y lejanos.

Ahora mi obligación es seguir vigilando mi equipaje, mis redes,

que del encuentro entre pasado y futuro

-veneros de tinieblas y sables efímeros-,

han de venir las actas jubilosas a que el presente obliga.

CG

Música de fondo: Estranha forma de vida. Amalia Rodrigues