domingo, 27 de mayo de 2007

Rolando Campos. Retrospectiva 2007.

Abro el soberbio catálogo de Las miradas de Rolando, y lo hojeo con parsimonia. Tras unos minutos acabo comprendiendo que estoy buscando algo que no encontraré, tal es la falsa ilusión con que a veces solemos acometer nuestros actos. Me refiero a que los trabajos de Rolando han trascendido más allá de cualquier límite donde podíamos situarlos los que conocimos sus inicios, sobre todo quedando como queda, tan lejana y perdida, la adolescencia transcurrida entre el barrio de El Tardón y los caminos que llevaban hasta el río, a su paso por Tomares y San Juan de Aznalfarache.

Transcurre finales de abril y es el cuarto evento al que acudo para contemplar los trabajos de Rolando. Creo recordar cada uno de ellos con bastante claridad, además de que conservo cada una de las guías editadas al efecto. El primero de ellos fue en la Sala de El Monte, en Sevilla, en 1989. El memorando es de formato apaisado, y en aquella ocasión el artista exponía pintura, dibujos y esculturas. Hay una entrañable dedicatoria a Jorge Vázquez Consuegra (otro viejo conocido), y a Corregidor, uno de sus operarios del taller de forja. En la tercera página se lee un fragmento de Álvaro de Campos, hablando de Fernando Pessoa, que queda transcrito de la siguiente manera:

Soy demasiado amigo de (Fernando Pessoa) para hablar bien de él sin que me sienta mal; la verdad es una de las peores hipocresías a que obliga la amistad.

Si el lector encuentra injustas las palabras precedentes, suponga que he escrito las que él cree justas. Lo que esté bien estará bien sin ninguno de los dos.

Por lo demás, el único prefacio a una obra es el cerebro de quien la lee.

Pessoa le da voz a uno de sus heterónimos para hablar con solemnidad, pero sin cursilería, de si mismo. Y para hablar de esos falsos préstamos que resultan mezquinos e insoportables. Si quien ésto escribe quisiera ver en la frase citada una premonición, CG estaria cometiendo una hipocresía. Tampoco ha llegado el momento de cederle el teclado, como a veces hago, a Pepe Amodeo.

Pero volvamos a aquella inolvidable tarde de 1989, en el Pasaje de Villasís, para rememorar las dos improntas que más nítidamente conservo. La primera es lo subyugante que me pareció una pintura suya, de reducidas dimensiones, titulada Homenaje a Corot. Espero que el recuerdo no me traicione, pero ese puente tornasolado, en el que predominaban los dorados, hace que me pregunte, todavía, dónde estará esa pintura, y porqué ésa y no otra, fija aún uno de los recuerdos de aquella tarde. La otra fue el descubrimiento de uno de los motivos persistentes en su escultura: la pita.

Quedan en mi memoria otros tres eventos en los que reencontré sus obras, amigos comunes y alguna lágrima más que justificada, pero para entonces Rolando -nunca me permití llamarlo Rolo-, utilizando el eufemismo griego, ya se había marchado con la mayoría.

Ahora es el turno de Pepe Amodeo. Ya sabemos de su capacidad para mirar, así que está más que justificado que interprete otra mirada, en esta caso la de dos personajes creados por Rolando. Les dejo con él.

CG.



Rolando Campos

Interior I

1971

Grafito sobre papel

Elijo este cuadro porque el hallazgo de los fragmentos es una recurrente argumental en Rolando. Estos fragmentos o porciones pueden ser materiales o metafísicos, aunque probablemente el artista denostaría el segundo calificativo.

Pero entonces ¿como determinar el alcance de estas imágenes que tampoco caben etiquetar de surrealistas?

En la imagen del centro está la niña que mira al vacío y que se dirige a un punto indeterminado de la estancia. Sus facciones son duras, casi deformes: un amago de sonrisa cruel cruza la parte inferior del rostro, mientras que los ojos son casi inexistentes. La pared y el suelo del espacio recreado presentan un deterioro manifiesto, mientras que el ventanal del fondo queda conformado por equilibradas y regulares líneas geométricas. Al luminoso hueco central le sigue, por la derecha, un muro semiopaco, reconocible sólo en la parte inferior y en la discreta iluminación proyectada a la altura de la ventana. Las sombras de este muro equlibran la sucesión de formas del cuadro, ya que ante la uniformidad de estos grises, acabamos deteniéndonos en la segunda persona representada.

Esta mujer posee una poderosísima mirada, soportada en un revelador y sugestivo rostro. Desde esa posición semioculta mira a quien le mira. Su atuendo se adivina elegante y cuidado, en contraste con el austero babi que viste la niña. Su gesto no es hosco pero si desinhibido y desafiante. En ningún momento se percibe en ella duda o temor, sino más bien altanería, seguridad, firmeza. ¿Se debe ello a su insinuada ausencia de este mundo? ¿Habita esta mujer en las penumbras, habiendo renunciado a habitar la luz? Cabe notar que su mano derecha apenas se apoya en una mesa, pero a partir de ahí, quedan desdibujadas su pelvis y sus piernas, lo que le proporciona un etéreo -que no fantasmal-, estatus.

A mi juicio, Rolando Campos propone en esta pintura descubrir sorpresas, contrastes y finales no felices. Ya estaba en ciernes el devenir de la multiplicación, la agitación y la superposición, pero incluso en la consolidación de su etapa más madura, nunca dejó de ser fiel a la instantánea fugaz ensayada con instrumentos materiales y personales interpretaciones. En suma, discernimiento y sagacidad vs imaginación e intuición.

Pepe Amodeo

viernes, 25 de mayo de 2007

La noche se mueve

El acontecimiento del próximo domingo -victorias y derrotas-, sólo me trae el recuerdo de una película, La noche se mueve (Night moves), interpretada por Gene Hackman en el papel de Harry Moseby, un detective en la tradición de Sam Spade o Philip Marlowe, moviéndose en tramas ocultas entre la estereotipada Hollywood y los ambientes sórdidos de Florida. El personaje, un antiguo jugador de futbol americano, descubre en uno de sus callejeos que su mujer -Susan Clark, en el papel de Ellen-, le está engañando. Vuelve a casa con aire vencido. Enciende el televisor y le quita el sonido mientras contempla un partido de rugby. Su mujer vuelve y el comentario que hace sirve para confirmar el engaño. Lo que viene a continuación es uno de los diálogos cinematográficos que, por razones que desconozco, he rememorado continuamente:

Ellen (sin mirarlo): -¿Estás viendo el partido? ¿Quién gana?

Harry (sin apartar la vista del televisor): -¿Ganar? Nunca se gana. Digamos que unos pierden menos que otros.

La derrota. La estética del vencido. El pesimismo vital que tiene tanto predicamento en determinadas personas o grupos humanos. ¿Y si no les faltara razón a quienes preconizan esta actitud, la percepción de vencimiento que de continuo nos persigue? Particularmente, este domingo me identificaré con aquel Harry Moseby: intuyo que no ganará nadie (y menos los votantes). En todo caso, unos perderán menos que otros.

CG

sábado, 19 de mayo de 2007

Revista Litoral

Creo que fue la poeta Blanca Andreu (La Coruña, 1959), la que dijo que a la poesía se llega por instinto, sin saber muy bien qué o quién lo provoca, pero que al final es un camino de autoconocimiento. Esta misma definición ya se explicó en el post sobre María Sanz, hace tan sólo unas fechas.


Una manera de aplicarse a este género literario, tanto en sentimientos como en las heterogéneas posiciones estéticas de la belleza, es hacerse con cualquiera de los últimos ejemplares de la revista Litoral, Poesía, Arte y Pensamiento. Sesenta años de arte y literatura, con los obligados saltos en los años de la guerra civil y posteriores, avalan a esta publicación, cuidada en todos sus detalles, merecedora de la Medalla al Mérito en Bellas Artes en el año 2005. Animalia, Los ojos dibujados, La poesía del mar, Carlos Marzal, La poesía del cine, etc, son algunos de los últimos monográficos de esta singular publicación.

El último número, Navegante Solitario, está dedicado a José Manuel Caballero Bonald. No me resisto, con permiso del poeta, a transcribir aquí un poema, ya antiguo, de este autor. Se trata de A batallas de amor, campos de pluma, y pertenece a Descrédito del héroe, Madrid, Visor, 1993.

Ningún vestigio tan inconsolable
como el que deja un cuerpo
entre las sábanas
y más
cuando la lasitud de la memoria
ocupa un espacio mayor
del que razonablemente le corresponde.

Linda el amanecer con la almohada
y algo jadea cerca, acaso un último
estertor adherido
a la carne, la otra vez adversaria
emanación del tedio estacionándose
entre los utensilios volubles
de la noche.

Despierta, ya es de día,
mira los restos del naufragio
bruscamente esparcidos
en la vidriosa linde del insomnio.

Sólo es un pacto a veces, una tregua
ungida de sudor, la extenuante
reconstrucción del sitio
donde estuvo asediado el taciturno
material del deseo.

Rastros
hostiles reptan entre un cúmulo
de trofeos y escorias, amortiguan
la inerme acometida de los cuerpos.

A batallas de amor campo de plumas.

CG

martes, 15 de mayo de 2007

El espectáculo

Me envía un correo un buen amigo invitándome a que me asome a la viñeta de El Roto en El País de hoy.

Sin duda es memorable, que es como la adjetiva mi amigo. Me permito añadir algo: además nos ahorra las moscas y la sangre.

Gracias, Pedro.

CG

sábado, 12 de mayo de 2007

Un maledetto imbroglio

El semáforo aparece en rojo y tengo que parar el coche ante un cruce de calles. La tarde, colmada de caos e impaciencia, se presenta calurosa y a través de la ventanilla se cuela un familiar olor a plomo y asfalto. Todo está agitado y crispado. Conecto la radio y la voz de Gene Kelly, cantando Singing in the rain, emerge de los altavoces. En ese momento me abstraigo y me imagino que todo mi alrededor se ha convertido en un estudio de cine californiano: casi llego a palpar la imagen del cantante y bailarín, abanderado sobre la farola mientras una lluvia artificial, mezcla de agua y leche (la unica manera, al parecer, que encontraron los técnicos de la MGM para que el technicolor captara las gotas de lluvia, convertidas en anónimas protagonistas), representando uno de los iconos más gráficos de la modernidad.

Aunque resulte extraño, y dada mi desmedida pasión por los mitos, no tengo copia de esta película. Cuando se rodó corría el año 1952, así que todavía faltaban siete para que se proyectara como estreno Un maledetto imbroglio, un film en blanco y negro de Pietro Germi. Esta obra es unas mis películas preferidas, y desde aquí invito a que la veáis.

En ese año el neorrealismo estaba ya en decadencia, pero Pietro Germi sazonó el argumento (crónica social más crimen y delincuencia), en un claro apunte hacia la ambigüedad moral que rodea a todo lo que pretenda ganarse la etiqueta de novela o cine negro. Muy en su papel de inspector descreido e indolente, tanto con los implicados en la trama como con los jefes, el director-actor borda el personaje del Dottore Ingravallo, adornándose con unas sugerentes gafas oscuras, precursoras de las Wayfarer, de Ray Ban, aquellas que después harían famosas el presidente Kennedy, Audrey Hepburn (Desayuno con diamantes/Breakfast at Tiffany´s), o Bob Dylan. Genial aparece también una jovencísima Claudia Cardinale en el papel de Assuntina, la joven crédula e inexperta, que acude a la ciudad huyendo de la asfixiante miseria aldeana.

El ambiente cuartelero de la comisaría, el desfile de personajes sinuosos y resbaladizos, el enredo continuo, el maldito embrollo que todo lo domina, procede de una obra literaria desconocida en nuestro país, Quer pasticciaccio brutto de via Merulana, de Carlo Emilio Gadda. Turbadora me resulta la imagen final de Assuntina atravesada en la cama, con la mirada dirigida a la cámara (a la estancia vacia tras la detención de Diomedes -Nino Castelnuovo-), atenazada por el miedo y el desgarro: no sólo están apresando a su hombre, sino que se adivina a una mujer condenada, madre en ciernes sin futuro en una Italia rural, huérfana aún del milagro económico.

La banda de la película fue compuesta por Carlo Rustichelli, y el tema central es Sinno´me moro, una canción interpretada por Alida Chelli, hija del compositor. Fue un exito en las ondas de la radio de aquellos años, aunque Gabriella Ferri también versionó el tema unos años más tarde con idéntico éxito.

Aunque ya he comentado que me declaro un incondicional del film, no me resisto a referir el paralelismo entre la conmovedora escena final, en la que Claudia Cardinale corre por la polvorienta calle del pueblo, y la de Ana Magnani en Roma, cittá aperta, tras la detención de los aprendices de partisanos.

A pesar de haberos reventado el final, insisto: no os la perdáis, no tiene desperdicio.

CG

lunes, 7 de mayo de 2007

Recibir una carta


Pepe Amodeo ha recibido una carta: Ya nadie escribe cartas de este modo, y me enseña un folio escrito con máquina de escribir clásica, convencional, con la huella de los tipos sobre el papel. Quizá haya sido escrita con una Underwood, una Remington o una convencional Olivetti Lettera 42. El caso es que la página escrita resulta conmovedora y entrañable, plegada doblemente sobre sí misma, con una firma al pie. Me pide que la lea y casi doy un respingo ante la confidencialidad de lo escrito: a una persona muy allegada a Pepe Amodeo no le van bien las cosas. Me emociona tanta franqueza, tanta sinceridad. Decía la carta que creemos tener todas las certezas del mundo sobre las personas con quien convivimos. Que pensamos que lo sabemos todo sobre los que nos rodean: los oimos cómo rien, cómo se enfadan, cómo vuelven a serenarse ..., pero que luego, de forma inequívoca, acaban reapareciendo sombras, lados ocultos y oscuros, dudas razonables. Y sin embargo esta persona ha decidido continuar creyendo en otra, seguir tratando de aprender, prorrogar la confianza tantas veces otorgada.


Me dice que es muy poca la ayuda que puede darle: acaso contestarle a la misiva, hacerle una llamada telefónica, o visitarle. Pero pone poco entusiasmo, así que le brindo este blog. Al principio titubea un poco, aunque finalmente acepta, diciéndome que lo ayude al seleccionar uno de sus poemas. No lo dudo y le indico cuál. Este poema lo escribió Pepe Amodeo en julio de 2006 y pertenece a un libro, inédito, naturalmente, titulado Los barros prestados.


Los barros que me prestaron

Tanto tiempo recibiendo arcillas, hijas de otros sedimentos.

Tanto barro tomado y tanto por devolver.

En un tiempo repuse unas sonrisas sinceras,

una mirada clara.

Alguna vez hubo un favor intentado,

algún silencio cómplice.

Un día compartí algunas soledades,

y otro atendí un sueño ajeno.

Apenas nada, comparado con las cerámicas y caolines

que han llegado siempre hasta mis manos:

los alientos desinteresados de mis padres,

la partitura siempre renovada que me permite

interpretar mi compañera,

los caminos enseñados que me conducían

al final de todo cautiverio,

las libertades posibles que me mostraron mis hijas,

o la lección aprendida tras una pifia inconfesable.

Son barros prestados, pero no los siento

ajenos. Tampoco me pertenecen los bronces

y oropeles de los que alguna vez hice gala,

arneses que precisé mientras cometía errores:

espero que el saldo sea favorable, alguna vez,

a los materiales más frágiles, y poder poner,

por fin, un poco de lucidez sobre mis espaldas.

CG

martes, 1 de mayo de 2007

El puente

Le dejo a Pepe Amodeo el teclado para que muestre sus experiencias viajeras de un apretado fin de semana, ya que no ha podido sustraerse a aceptar una invitación en este puente de calendario. Le he recordado la diferencia existente entre el ser viajero y el ser turista. Y él se ha tenido que vestir de turista, ir a un hotel de turistas, degustar menús de turistas y coincidir en el ascensor con decenas de turistas... Sin soportar facturas, ya que ha tenido la condición de invitado. Me asegura que no, que él ha ido de viaje, y que lo que distingue al viajero del turista no es el aspecto ni el menú que comparte con otros residentes del hotel, sino... la mirada.

Por una vez, y sin que sirva de precedente le doy la razón: no acostumbro a ser tan benévolo con quien tiene que cumplir su papel de contrincante oficial, pero en esta ocasión se lo ha ganado. Les dejo con él, pero no se fien: hasta a mí logra engañarme con cierta periodicidad.

CG




DE PUENTES Y MIRADAS.

Tengo unos días libres en mi trabajo y un buen amigo me invita a pasar unos días fuera de la influencia de CG. No diré el lugar elegido para el desplazamiento, ya que empieza a tener mala prensa, como le ocurre a la Costa del Sol y a otros lugares igual de siniestros. Sin embargo no puedo evitar la tentación de referirme a algo que me viene sucediendo desde cierto tiempo. Durante muchos años estuve preocupado con la posibilidad de retener los rostros de las personas con las que me cruzaba en aeropuertos, estaciones y restaurantes, sobre todos en ciudades remotas a las que, previsiblemente, ya no regresaré nunca. De aquella fijación mía de retratar rostros y de rememorarlos cada cierto tiempo, he pasado a mantener una visión periférica de las personas y sus gestos. Así que ahora no me distraen las caras de l0s individuos que me rodean, y me descubro mirando sus manos, su calzado, sus actitudes. En este último fin de semana he ido anotando en mi cuaderno cómo era la espalda convulsa de una mujer que lloraba sentada en su silla de ruedas, mientras miraba al mar, ante la total indiferencia de su acompañante; las manos poco creibles, de horribles uñas artificiales, de la chica que se acercó a nuestra mesa solicitando el salero; las dudas mostradas por el recepcionista del hotel al escribir ni nombre; la voz, grave y ceremoniosa, percibida desde la terraza, agradeciendo un favor telefónicamente; las sandalias y los calcetines blancos de unos turistas de aspecto nórdico; un niño, con clara actitud de enfado, que mira fijamente uno de los caminos que lo ha llevado hasta el paso elevado de la autopista; el silencio de la camarera de hotel ante mi saludo; los andares, retadores y chulescos, de la propietaria del perro que se me acercó en la playa; los cinco vasos largos, vacios, acumulados por la cantante del bar del hotel, Sesión: 11 de la noche - Media etiqueta ...

Me he propuesto percibir los restos de lágrimas que quedaron sobre el llavero de la habitación que ocupé cuando estuve en Venecia, o migrar al entrecejo de la gaviota que, durante unos instantes, fue hermana vertical del acantilado del Cabo de San Vicente; si he de volver a contemplar y a fotografiar los rostros, lo haré, pero sin perder de vista mis nuevas metas.

Termino dejando el final de un poema que compuse hace ya algunos años, sin título, dedicado a los amantes de Blade Runner:

Nunca renuncies al equipaje ganado con los sueños. Ni a itinerarios que te conduzcan

al perfume de las estrellas, al canto de los desiertos, al acento de los mares.


Así, en el momento de la derrota final, puedes mirar a tu contricante y decirle:

"Tu no has visto, como yo, arder Orión ni brillar rayos C en la puerta Tannhäuser"

Y te digo que nada de eso se perderá como lágrimas en la lluvia,

si es que elegimos ser memoria de un universo que vive desafiando al silencio.

Pepe Amodeo