jueves, 20 de enero de 2011

Es medianoche y hay luna llena ...

... pero no hay perigeo, ni apogeo, ni eclipse parcial ni total. Lo que me trae aquí, y ahora, se llama insomnio y esta noche tiene un más que probable origen: haber finalizado la relectura, después de diez años, de Soldados de Salamina, de Javier Cercas. Y es que ni siquiera he podido entrar en la fase de vigilia (estado hipnagógico según los psicólogos y neurólogos, inverosímil puente hacia el sueño profundo), pensando en el desgarbado Stacy Keach, el joven Jeff Bridges y la atormentada Susan Tyrrell: los tres recorriendo las calles y los bares de Stockton, la ciudad del saludo cómplice entre Roberto Bolaño y Antoni Miralles, el milagroso héroe superviviente de dignísimas y patrióticas batallas, pero al que nadie, en la novela de Cercas, le había dado las gracias. Luego, como si de una sesión doble se tratara, he recordado otra soledad, la de Fredrich March en el film Middle in the night, una memorable película que Delbert Mann realizó, en blanco y negro, en 1959.

Me asomo a la ventana y compruebo que sí, que allá en lo alto la luna está llenísima. Y me acuerdo del poema La cifra, de Jorge Luis Borges... ¡Cuántas veces se nos ha dado contemplarla, y cuántas se nos ha dado, también, disfrutar del sabor extraordinario de un beso! Y por estos actos —infinitos, únicos, sublimes—,  nunca, nunca, nos acordamos de dar las gracias...

La amistad silenciosa de la luna
(cito mal a Virgilio) te acompaña
desde aquella perdida hoy en el tiempo,
noche o atardecer en que tus vagos
ojos la descifraron para siempre
en un jardín o un patio que son polvo.
¿Para siempre? Yo sé que alguien, un día,
podrá decirte verdaderamente:
No volverás a ver la clara luna.
Has agotado ya la inalterable
suma de veces que te da el destino.
Inútil abrir todas las ventanas
del mundo. Es tarde. No darás con ella.
Vivimos descubriendo y olvidando
esa dulce costumbre de la noche.
Hay que mirarla bien. Puede ser la última.

La cifra, Jorge Luis Borges. 1981

Es tarde. Y, aunque sé que algún día me equivocaré, vuelvo a confiar en que no será la última vez que veré la luna. Pero antes de dormir —o de intentarlo—, me concederé unos minutos para escuchar a Kris Kristofferson en Help me make it trought the night, la banda sonora de Fat City. Y de nuevo, entre las sabanas, volveré a imaginar que acaso, un improbable día, alguien tan honorable como Miralles me concederá el honor de pedirme que lo abrace... Y si eso sucede en un futuro remoto, me gustaría tener la sensibilidad, el acierto, del Javier Cercas de la novela, reconociendo —y apreciando, claro—, "el olor desdichado de los héroes".

CG