Hay películas que no nacen para ser vistas, sino para ser sentidas. Sentimientos que son forjados por la presencia de la enfermedad, el miedo a la muerte y la soledad, y que tienen como contrapunto el excelso amor de un hijo, entregado por completo al cuidado de una madre a las puertas de un exitus fatal e inevitable.
“Nos reuniremos ...”, “... donde acordamos”, le dice el hijo, dolorido, a su madre ya fallecida ... Apenas hay nada más en la película. Y nada menos. El único escenario interior es una casa de campo, carente de muebles y casi en ruinas, que acoge diálogos breves, concisos, con una fuerte carga emotiva. Antes, el hijo ha sacado a pasear a la madre, tan debilitada que ni siquiera le es posible andar. En realidad es un vaporoso cuerpo despidiéndose y el hijo la porta en brazos, componiendo bellísimos planos secuencia que recuerdan a una amorosa y dramática Piedad invertida. Queda el tratamiento estético del paisaje; la plasticidad de los cielos tormentosos y de los campos de trigos batidos alternativamente por suaves o agitadas rachas de viento, recuerda de continuo las visiones sublimes y densas de Caspar D. Friedrich, o incluso las melancólicas pinturas de Savrásov, donde el horizonte se muestra a sí mismo lírico y desnudo.
Aleksandr Sokúrov se vuelve audaz con la perspectiva deformando numerosos planos y fotogramas, concertando una mirada subjetiva con ese sentimiento universal que todos conocemos como amor; la música y los sonidos de la naturaleza parece que entendieran y un árbol recio y curtido recoge el llanto de un hombre perdido y solo. Madre e hijo(*) es una experiencia sobrecogedora donde una mariposa, ladridos lejanos y brisas perpetuas conforman este lado de la frontera, abierta fugazmente a ese arcano, inquebrantable y firme, al que llamamos muerte.
Pepe Amodeo
Año: 1997
Director: Aleksander Sokúrov
Intérpretes: Aleksei Ananishnov y Gudrun Geyer