domingo, 15 de julio de 2007

El perjurio de la nieve. Una ficción de Pepe Amodeo.


La última vez que estuve con Adolfo Bioy Casares fue en el año 1995, en la Complutense de Madrid. Siempre apuesto y atildado, hacía cola delante de la secretaría de la facultad de Filología, rodeado de estudiantes que lo miraban con curiosidad: no todos los días se podía tener el lujo de compartir espacio y tiempo con un Premio Cervantes. Como tardaba unos segundos en reconocerme, le remití a la fecha en que nos conocimos, un verano austral de 1992, en Montevideo. Se le iluminó el rostro cuando le nombré el Palacio Salvo, la misma fecha en la que recibió el Premio Rioplatense del Rotary Club. Tras la velada oficial, un grupo muy reducido de amigos, entre los que tuve el honor de ser acogido, comandados por su hija Marta, nos trasladamos a este lugar emblemático de la capital uruguaya. Allí esbozó una teoría a la que rapidamente se sumaron muchos adeptos: en 1916, año en que se estrena el tango La cumparsita, Borges tenía 17 años, y aunque se sabe que en aquellos años viajaba por Europa, también se aseveraba que había sido visto en Montevideo, que había visitado el café La Giralda -ahora Palacio Salvo- y que había dejado escrita la primera letra del genial y controvertido tango, a lápiz, sobre la tapa de mármol de una de las mesas. A partir de ahí, las continuas querellas entre Matos Rodríguez y Roberto Firpo, no hacían más que aumentar la fama del tango. Poco tiempo después Borges -anónimo autor de este tango universal-, ya renegaba publicamente del género y apostaba, sin éxito alguno, por la milonga como el canto de la identidad argentina.

Esperé a que terminara sus gestiones en la Universidad y le invité a pasear por el Jardín Botánico de la Ciudad Universitaria. Una vez allí, tras ponerme al día de los proyectos que aún tenía pendiente, mostró una memoria prodigiosa al preguntarme qué me había parecido aquel relato dedicado que me envió unos meses después de nuestro encuentro en Montevideo, y que yo tuve el descaro de decirle que no conocía, titulado El perjurio de la nieve. Me vi en la obligación de confesarle que nunca recibí su libro y nuestra conversación terminó con vagos deseos de reencontrarnos, sabiendo, como ambos conocíamos, la escasa probabilidad y la incertidumbre de que se produjese un nuevo encuentro entre nosotros. A ninguno de los dos se nos ocurrió volver a hablar sobre la carta perdida.

Desde entonces no paré de buscar este librito, hasta que finalmente lo hallé en la Librería de la Escalinata, en la calle Escalinata, cerca de la plaza de Isabel II, en Madrid. Lo compré en octubre de 2004, curiosamante sesenta años más tarde de que acabase la impresión del segundo millar, en los talleres gráficos de D. Sebastián de Amorrortu e Hijos, en Buenos Aires (1,80 pesos de precio de salida), y desde entonces lo he releído en más de una ocasión.

Si recomiendo este ejemplar es porque la humanidad tiene una cuenta pendiente con la relaciones duales: poeta mediocre y excéntrico vs periodista sobrio y discreto; notoriedad vs anonimato; imaginación febril vs mente sensata; sin embargo el propio Bioy Casares ha de incluir un necesario epílogo, ante lo que el mismo califica como simetrias en los destinos entre Carlos Oribe y Juan Luis Villafañe. En este capítulo final, tras sucesivos razonamientos y reconociendo que pueden no ser los únicos ni los verdaderos, se posiciona en favor de uno de ellos.

La edición de la que les hablo es, como decía antes, de 1944. Cuadernos de la Quimera. EMECÉ Editores, SA, Buenos Aires.

Esta novela corta fue llevada el cine en 1950, con el título El crimen de Oribe, rodada por Leopoldo Torre Ríos y Leopoldo Torre Nilsson.

Pepe Amodeo

viernes, 6 de julio de 2007

De poeta a ministro

Un viernes pesado, sólido, con el sabor aún acre en la memoria por los cuatro fallecidos en Carboneras. El calor, esa invisible armadura que entorpece nuestros movimientos y enlentece la mente, facilita el pequeño sueño reparador de sobremesa. Poco después hablo por el teléfono y alguien me da la noticia: César Antonio Molina ha sido nombrado ministro de Cultura.

De la hemeroteca virtual española, recojo palabras del poeta con las que me identifico: La poesía me ha hecho mejor persona, por la sensibilidad que te obliga a cultivar y que te abre a la gente, y me ha hecho mejor lector. (ELPAIS.com, artículo de la tarde).

Uno de sus poemas:

JUNCOS

Juncos del lago Titicaca,

juncos del antiguo Nilo.

Barcos en el desierto

herrados por el óxido.

Mares de arena.

Trigo, espigas, cebada:

aramos con las anclas.


Cómo quisiera no imaginar

a aquel que desconozco.


Cada uno debajo de su duna

y el sagrado simún sellando todo.


Nadie le ha abierto las puertas a este poeta: le cabe el honor de habérselas abierto él solo.

Pepe Amodeo