Dije que sí, casi pegado a él, en el espacio escaso del cobertizo, y entonces mi tío tiró del alambre, cerrando los ojos, y al principio no pasó nada y volvió a abrirlos. El mecanismo debía haberse atascado. Mi tío tiró otra vez, con más fuerza, y se quedó con el gancho de alambre en la mano, pero entonces el agua empezó a caer sobre nosotros, fría, en hilos muy finos, como una lluvia desconcertante y gozosa, y mi tío llamó a gritos a mi madre y a mi abuela y abrió la puerta de tablones del cobertizo para que las dos vieran la maravilla de la ducha que caía sobre nosotros y chorreaba en el suelo. Recibíamos el agua con las bocas abiertas y los párpados apretados, como una lluvia benévola que se pudiera manejar a voluntad. Mi tío me hacía cosquillas, me frotaba su trozo áspero de jabón por la cara, me apartaba para recibir él todo el chorro, y mi madre y mi abuela se reían tan escandalosamente al vernos que pronto llamaron la atención de las vecinas en los corrales próximos.
—¿A qué vienen tantas risas?
—Los vecinos, que han puesto una ducha.
—¡La ducha! —dijo mi tío, a voces—. ¡El gran invento del siglo! El día que me case me daré una gran ducha antes de vestirme de novio...
Entonces, tan bruscamente como había empezado, aquella lluvia suave y fría se interrumpió, y mi tío y yo nos quedamos mirándonos, las caras y el pelo llenos de jabón, los pies chapoteando en agua sucia, junto la taza del retrete, una o dos gotas escasas, con color de óxido, cayendo despacio de la alcachofa de la ducha.
El viento de la luna. Antonio Muñoz Molina
Seix Barral. Biblioteca Breve. Barcelona, 2006. pp. 31-32
Crítica de la novela en Letras Libres.
Crítica de la novela en Letras Libres.
—oOo—
Henry se coloca debajo de la ducha, una cascada potente bombeada desde el tercer piso. Cuando esta civilización se derrumbe, cuando los romanos, sean quienes sean esta vez, se hayan marchado por fin y empiece la nueva era de las tinieblas, esto será uno de los primeros lujos que perdamos. Los viejos acuclillados junto a las hogueras de turba hablarán a sus incrédulos nietos de que en mitad del invierno se ponían desnudos bajo chorros de agua caliente y limpia, les hablarán de pastillas de jabón perfumadas, de ámbar viscoso y líquidos bermellón con que se frotaban el pelo para dejarlo reluciente y más voluminoso de lo que era en realidad, y de gruesas toallas tan grandes como togas, extendidas sobre rejillas calientes.
Sábado. Ian McEwan
Anagrama. Panorama de narrativas. Traducción de Jaime Zulaika. Barcelona, 2005. pp. 177-178
Crítica de Sábado en Letras Libres.
Crítica de Sábado en Letras Libres.
1 comentario:
Pepe Amodeo y yo hemos convenido crear una nueva etiqueta, la de "Parecidos razonables", la cual inauguramos con dos fragmentos de ambas narraciones que, a nuestro sencillo criterio, nos han parecido extraordinarias.
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