... pero una cosa, o un número infinito de cosas,
muere en cada agonía, salvo que exista una memoria
del universo, como han conjeturado los teósofos.
muere en cada agonía, salvo que exista una memoria
del universo, como han conjeturado los teósofos.
El testigo, Jorge Luis Borges
Khedar Ahmed no lo sabe aún, pero son los últimos momentos que le quedan para contemplar su ejemplar del Corán que duerme bajo su casaca o de acariciar el kalashnikov que le acompaña desde que tenía diez años, aunque ahora el arma lleva muchos meses en completo silencio. Los mismos que hace que conoció a Abú Azra, un talibán que le musitó Sólo Alá es victorioso de una manera que no había oído nunca. Aquel maestro le salvaría el alma mientras saboreaba los assúras del Libro de los Libros como si fueran los dulces que había probado una única vez en sus cincuenta años. En un barrio periférico de Qunduz va a ser encañonado por Bill Sloane, un marine burdo e ignorante que le arrebatará los dos únicos objetos de valor que va a poseer en toda su vida. El americano pesa ciento veinte kilos y no llegan a diez las horas que ha invertido en toda su vida en leer cualquier tipo de texto, incluidos los rótulos de las autopistas. Naturalmente fue la pesadilla durante varios cursos escolares en una escuela pública para Patrick McMahon, buen maestro y mejor hombre de origen irlandés, que nació en Maine en el seno de una familia librepensadora que tenían como tradición llevar flores, al menos una vez al año, a la tumba de H. D. Thoureau, el filósofo rebelde enterrado en Concorde que se negó a pagarle impuestos a un gobierno que le tenía declarada la guerra a los pieles rojas. El padre del maestro, Horace McMahon, socialista, masón y romántico, murió en Brunete en 1937, formando parte de la IX Brigada Internacional que luchó en la contienda civil española del lado del gobierno republicano. Nadie lo sabe, pero al americano lo incluyó en la lista de bajas del parte diario de guerra un linotipista, Sabino Beltrán Arrabales, que acaba de expirar, absolutamente solo, en una residencia de pensionistas en Brihuega. Su hijo, Vicente Beltrán Peña, un emigrante prejubilado en Alemania, tardará mucho en enterarse: hace dos meses que abandonó su hogar, cuando se dio cuenta, en el mismo día, que su hijo era un neonazi que se avergonzaba de su apellido y que su mujer le había estado engañando durante años con el jefe de su antigua empresa. Ahora vive en Dresde, en una habitación limpia e iluminada que le ha alquilado Natia Radisj, una anciana turca que no le ha hecho demasiadas preguntas porque desde el primer momento le ha recordado al primer y único hombre que hubo en su vida, Simón Benabidesh, el ingeniero judío que la enamoró en Smirna, en una playa del mar Egeo cuyo nombre ha olvidado, con el que mantuvo varios meses una relación apasionada y prohibida. El judío sefardita la abandonó para viajar hasta Belo Horizonte, en Brasil. En la madurez, rico y triunfador, tratando de valerse de los poderes que siempre le atribuyó a la Cábala, se arruinó en dos noches seguidas de incontables apuestas al 33, en su doble variedad de impar y rojo. Tuvo tres hijos, y en este preciso instante un nieto suyo al que algunos llaman Ferreiro, dormita intranquilo en una favela miserable en las afueras de Río. Es un niño de edad incierta que bien podía haberle servido de modelo a Sebastiáo Salgado, el fotógrafo de los desheredados. Vive de la basura en uno de muladares de la ciudad y hace un par de días que rescató del fondo de la inmundicia un reloj que él adivina que es de oro. La joya, envuelta en su estuche, estaba dentro de un vaso de plástico y apareció cuando destripó un saco que contenía los desechos de un vuelo internacional procedente de Holanda. A Ferreiro le asalta la duda sobre cómo tiene que convertir el hallazgo en simple dinero. De momento ninguna de las personas que lo acompañan debe saberlo: de lo contrario corre el peligro de que cualquiera de ellos acabe rebanándole el cuello para robárselo. La azafata holandesa, la misma que extravió el Cartier mientras vendía objetos de lujo y servía champán a los viajeros del Bussines Class del vuelo 847 entre Amsterdam y Río de Janeiro, se llama Danika Rotier. Está recibiendo la carta de despido de la compañía KLM como sanción a la pérdida, por lo que no solo no cobrará nada, sino que tendrá que devolver, a una aerolínea que gana miles de millones, varios miles de florines, perdiendo los pocos ahorros que reservaba para ampliar sus estudios de arte. Dos plantas más arriba de donde ella seca sus lágrimas se encuentra el ordenador que ha decidido que a Danika la sustituirá Keno Mitsusio, una japonesa residente en Rotterdam que habla cinco idiomas y cuyo padre, Akira Aso, ha invertido casi toda su vida en escribir un poema de una sola línea que le cambia la vida a toda aquella persona que lo lee. Lo culminó el último invierno que pasó en Hokkaido, mientras contemplaba los impolutos calcetines blancos de un monje que dirigía una ceremonia sintoísta. Una poderosa agente literaria india, con oficina en Kuala Lumpur, acaba de perfilar una estratagema legal por la que el autor japonés recibirá infinitos honores, pero todo el dinero que genere la publicación del poema irá a parar a su bolsillo. Sisnaá Ammurati, que así se llama la agente literaria, es hija de una intocable sexagenaria a la que le está curando las úlceras de las piernas Martha Jaunot, una enfermera canadiense que trabaja en Madrás en una misión humanitaria. Se trasladó allí huyendo de la locura que la acechaba en su solitaria casa de los alrededores de Edmonton, Alberta. La marcha hacia la purificación por el horror se la había recomendado su psicoanalista, tras una sesión en la que le confesó que llevaba un año en el que sólo conciliaba el sueño si vestía para dormir el pijama de su marido, muerto en accidente de tráfico. El terapeuta es un enemigo de la escuela freudiana y se llama Joao Tomé. Es mozambiqueño y desde Canadá mantiene correspondencia electrónica habitual con un natural de la Martinica, al que conoció en una tertulia literaria vía Internet. El isleño, que ha bebido largamente de los textos de Helena Blavatsky y de Gustav Meyrink, se acaba de levantar y teclea en su ordenador una interminable e inconexa historia de individuos unidos por la mera condición de ser sujetos planetarios. Lo que este hombre no sabe es que muy lejos de allí, a los pies del monolito Uluru, o Ayers Rock, en territorio australiano, un aborigen anodino y anónimo sueña las ideas que seguidamente él vuelca en sus escritos, y que, este soñador, ocupa el lugar correspondiente a una desdeñable neurona del supuesto cerebro de un conjugador magnífico de cielos e infiernos al que algunos, todavía, lo invocan llamándole Dios.
Khedar Ahmed no lo sabe aún, pero son los últimos momentos que le quedan para contemplar su ejemplar del Corán que duerme bajo su casaca o de acariciar el kalashnikov que le acompaña desde que tenía diez años, aunque ahora el arma lleva muchos meses en completo silencio. Los mismos que hace que conoció a Abú Azra, un talibán que le musitó Sólo Alá es victorioso de una manera que no había oído nunca. Aquel maestro le salvaría el alma mientras saboreaba los assúras del Libro de los Libros como si fueran los dulces que había probado una única vez en sus cincuenta años. En un barrio periférico de Qunduz va a ser encañonado por Bill Sloane, un marine burdo e ignorante que le arrebatará los dos únicos objetos de valor que va a poseer en toda su vida. El americano pesa ciento veinte kilos y no llegan a diez las horas que ha invertido en toda su vida en leer cualquier tipo de texto, incluidos los rótulos de las autopistas. Naturalmente fue la pesadilla durante varios cursos escolares en una escuela pública para Patrick McMahon, buen maestro y mejor hombre de origen irlandés, que nació en Maine en el seno de una familia librepensadora que tenían como tradición llevar flores, al menos una vez al año, a la tumba de H. D. Thoureau, el filósofo rebelde enterrado en Concorde que se negó a pagarle impuestos a un gobierno que le tenía declarada la guerra a los pieles rojas. El padre del maestro, Horace McMahon, socialista, masón y romántico, murió en Brunete en 1937, formando parte de la IX Brigada Internacional que luchó en la contienda civil española del lado del gobierno republicano. Nadie lo sabe, pero al americano lo incluyó en la lista de bajas del parte diario de guerra un linotipista, Sabino Beltrán Arrabales, que acaba de expirar, absolutamente solo, en una residencia de pensionistas en Brihuega. Su hijo, Vicente Beltrán Peña, un emigrante prejubilado en Alemania, tardará mucho en enterarse: hace dos meses que abandonó su hogar, cuando se dio cuenta, en el mismo día, que su hijo era un neonazi que se avergonzaba de su apellido y que su mujer le había estado engañando durante años con el jefe de su antigua empresa. Ahora vive en Dresde, en una habitación limpia e iluminada que le ha alquilado Natia Radisj, una anciana turca que no le ha hecho demasiadas preguntas porque desde el primer momento le ha recordado al primer y único hombre que hubo en su vida, Simón Benabidesh, el ingeniero judío que la enamoró en Smirna, en una playa del mar Egeo cuyo nombre ha olvidado, con el que mantuvo varios meses una relación apasionada y prohibida. El judío sefardita la abandonó para viajar hasta Belo Horizonte, en Brasil. En la madurez, rico y triunfador, tratando de valerse de los poderes que siempre le atribuyó a la Cábala, se arruinó en dos noches seguidas de incontables apuestas al 33, en su doble variedad de impar y rojo. Tuvo tres hijos, y en este preciso instante un nieto suyo al que algunos llaman Ferreiro, dormita intranquilo en una favela miserable en las afueras de Río. Es un niño de edad incierta que bien podía haberle servido de modelo a Sebastiáo Salgado, el fotógrafo de los desheredados. Vive de la basura en uno de muladares de la ciudad y hace un par de días que rescató del fondo de la inmundicia un reloj que él adivina que es de oro. La joya, envuelta en su estuche, estaba dentro de un vaso de plástico y apareció cuando destripó un saco que contenía los desechos de un vuelo internacional procedente de Holanda. A Ferreiro le asalta la duda sobre cómo tiene que convertir el hallazgo en simple dinero. De momento ninguna de las personas que lo acompañan debe saberlo: de lo contrario corre el peligro de que cualquiera de ellos acabe rebanándole el cuello para robárselo. La azafata holandesa, la misma que extravió el Cartier mientras vendía objetos de lujo y servía champán a los viajeros del Bussines Class del vuelo 847 entre Amsterdam y Río de Janeiro, se llama Danika Rotier. Está recibiendo la carta de despido de la compañía KLM como sanción a la pérdida, por lo que no solo no cobrará nada, sino que tendrá que devolver, a una aerolínea que gana miles de millones, varios miles de florines, perdiendo los pocos ahorros que reservaba para ampliar sus estudios de arte. Dos plantas más arriba de donde ella seca sus lágrimas se encuentra el ordenador que ha decidido que a Danika la sustituirá Keno Mitsusio, una japonesa residente en Rotterdam que habla cinco idiomas y cuyo padre, Akira Aso, ha invertido casi toda su vida en escribir un poema de una sola línea que le cambia la vida a toda aquella persona que lo lee. Lo culminó el último invierno que pasó en Hokkaido, mientras contemplaba los impolutos calcetines blancos de un monje que dirigía una ceremonia sintoísta. Una poderosa agente literaria india, con oficina en Kuala Lumpur, acaba de perfilar una estratagema legal por la que el autor japonés recibirá infinitos honores, pero todo el dinero que genere la publicación del poema irá a parar a su bolsillo. Sisnaá Ammurati, que así se llama la agente literaria, es hija de una intocable sexagenaria a la que le está curando las úlceras de las piernas Martha Jaunot, una enfermera canadiense que trabaja en Madrás en una misión humanitaria. Se trasladó allí huyendo de la locura que la acechaba en su solitaria casa de los alrededores de Edmonton, Alberta. La marcha hacia la purificación por el horror se la había recomendado su psicoanalista, tras una sesión en la que le confesó que llevaba un año en el que sólo conciliaba el sueño si vestía para dormir el pijama de su marido, muerto en accidente de tráfico. El terapeuta es un enemigo de la escuela freudiana y se llama Joao Tomé. Es mozambiqueño y desde Canadá mantiene correspondencia electrónica habitual con un natural de la Martinica, al que conoció en una tertulia literaria vía Internet. El isleño, que ha bebido largamente de los textos de Helena Blavatsky y de Gustav Meyrink, se acaba de levantar y teclea en su ordenador una interminable e inconexa historia de individuos unidos por la mera condición de ser sujetos planetarios. Lo que este hombre no sabe es que muy lejos de allí, a los pies del monolito Uluru, o Ayers Rock, en territorio australiano, un aborigen anodino y anónimo sueña las ideas que seguidamente él vuelca en sus escritos, y que, este soñador, ocupa el lugar correspondiente a una desdeñable neurona del supuesto cerebro de un conjugador magnífico de cielos e infiernos al que algunos, todavía, lo invocan llamándole Dios.
Pepe Amodeo
3 comentarios:
Pepe Amodeo ha rescatado este relato, este mosaico de vidas, de su antigua cartera: cuando llegaba la Navidad le regalaba a sus amigos un cuento. Habrá que volver a tan saludable tradición sin esperar a que sea el tiempo del frío, de los villancicos y los turrones. Al fin y al cabo, Navidad puede ser ese día en que un hombre se acerca a otro para hablarle como un hombre.
CG
Felicidades, amigo, por este texto, y si ahora, a primeros de septiembre hay que felicitarte también las Navidades, lo hago con mucho gusto porque este regalo es inolvidable.
Llegar de la playa, incorporarse al trabajo -tú sabes lo que es eso- y ya tarde, unos minutos antes de acostarme, asomarme a este blog y leer este breve relato es... eso, volver a respirar.
¡Otro regalo como este, por favor!, Pepe, aunque quede aún unos días para que Santa Claus asome por la chimenea que no tenemos.
Un abrazo.
P.D.: Te llamaré.
¡Me apunto a regalos de esta categoría todo el año!!!
Enhorabuena y, por mi parte, gracias, amigo mío.
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