martes, 22 de septiembre de 2009

El otoño. Luis Cernuda

Dentro de un par de horas entrará el otoño, la mejor de las estaciones, según Pepe Amodeo. Selecciono textos de Pessoa, José Hierro, Juan Lamillar, Benedetti. Al final me quedo con el capítulo dedicado a la estación que aparece en Ocnos, posiblemente la obra más relevante, en prosa poética, del escritor sevillano.

Encanto de tus otoños infantiles, seducción de una época del año que es la tuya, porque en ella has nacido.

La atmósfera del verano, densa hasta entonces, se aligeraba y adquiría una acuidad a través de la cual los sonidos eran casi dolorosos, punzando la carne como la espina de una flor.


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CG

viernes, 18 de septiembre de 2009

Bibliotecas públicas

Cuando yo tenía catorce años, allá por 1963, visité por primera vez la biblioteca pública de la ciudad en la que vivía. Creo recordar que estaba auspiciada por la Real Sociedad Económica de Amigos del País de Sevilla, en la calle Rioja. La luminosidad de la sala de lectura, el silencio reverencial que se respiraba en el local y la impecable colocación de los libros en los anaqueles, hacían que el lugar tuviera un inusual atractivo para el niño que yo era entonces. En mayo del pasado año, Antonio Muñoz Molina escribió un memorable artículo sobre las bibliotecas públicas titulado De una biblioteca a otra. Si lo vuelvo a recordar aquí es porque, cambiando los escenarios –el de él en su Úbeda natal y el mío en el ya inexistente edificio de la calle Rioja-, suscribo cada línea, cada párrafo del artículo que apareció en Babelia, el suplemento cultural de El País.

Ahora acudo a otras bibliotecas de forma frecuente. Incluso cuando viajo, si me encuentro de manera casual con alguna biblioteca abierta, entro sin complejos para curiosear sus tablones de anuncios, comprobar las diferencias y similitudes que hay en ellas a la hora de mostrar las recomendaciones y novedades, los anuncios de los clubs de lectura. He podido hacerlo en León, Setúbal, Oviedo, Barcelona, Salamanca...

Hace unos días recordé ese poema de Bukowsky, The burning of the dream (El incendio de un sueño), sobre el incendio de la Biblioteca Pública de Los Ángeles, en 1986, el cual puede leerse al completo aquí. Sin embargo no puedo dejar pasar la ocasión de transcribir, directamente a este post, algunos de los versos del poema que más me conmovieron:

La vieja Biblioteca Pública de Los Ángeles
muy probablemente evitó
que me convirtiera en un
suicida,
un ladrón
de bancos,
un tipo
que pega a su mujer,
un carnicero o
un motorista de la policía
y, aunque reconozco que
puede que alguno sea estupendo,
gracias
a mi buena suerte
y al camino que tenía que recorrer,
aquella biblioteca estaba
allí cuando yo era
joven y buscaba
algo
a lo que aferrarme
y no parecía que hubiera
mucho.
Y cuando abrí el
periódico
y leí la noticia sobre el incendio
que había destruido la
biblioteca y la mayor parte de
lo que en ella había
le dije a mi
mujer: "yo solía pasar
horas y horas
allí ..."

Pepe Amodeo

miércoles, 9 de septiembre de 2009

Ladrón de Espadas (II)

Para leer Ladrón de Espadas, de León Asuero, no hay que ser un experto en metaliteratura, ni en novelas de acción y espionaje, ni estar al día de las lecciones literarias impartidas por las autoridades intelectuales del momento. Nada de eso. Pero si alguien se tiene a sí mismo por lector intrépido y singular y le atrae realizar un recorrido por la historiografía de espadas y de imperios perdidos, no tiene miedo a perderse por intrincados recorridos de ciudades como Londres y Sevilla, se muere por vivir experiencias junto a senegaleses semaforeros y a policías femeninas de rompe y rasga, retomar historias amorosas con marcados carácter adolescente y admite que es lícito divertirse con arquetipos de los que encontramos en los cómics de Tin Tin o de Corto Maltés, esta puede ser su novela.

Es el segundo trabajo de León Asuero que aparece en las librerías. En la primera novela, Las Congregadas del Vaso, ya nos mostró su capacidad para fusionar historias donde los protagonistas, al tiempo que eran usuarios de las nuevas tecnologías, acababan cayendo de bruces en el seno de sociedades secretas, incluidos el culto a remotas y ancestrales deidades de oscuro origen. La estrella de la nueva novela es ahora un personaje de nombre impronunciable, cuya tarjeta de identidad son los buenos sentimientos. León Asuero no es maniqueo, es que la vida en el universo de Ladrón de Espadas está animada y coloreada con las acuarelas de la narrativa clásica de todos los tiempos –los buenos son buenísimos y guapos y los malos, malísimos y feos-, a la vez que usa recursos originales para la crear la atmósfera del relato: no hay diferencia entre una copla de Rocío Jurado y un tema clásico de los Beatles; las canciones de Frank Sinatra tienen el mismo brillo que una cita culta en la que se nombra a Hildegarda von Bingen; los humillados y desposeídos de todas las épocas pretenden ser vengados por un héroe herido y anónimo del que conocemos sus acciones, aunque nada nos hable de su doloroso pasado; el lujo de hoteles londinenses se contrapone a las chucherías (no se me ocurre otra palabra), con que el protagonista obsequia a su amada...

Las continuas evocaciones a la manzanilla de Sanlúcar, a las cañas en las tascas sevillanas, a los altramuces, a las olivas, a la playa de Bolonia en Cádiz -lugar desde el que se cuenta la historia-, y, sobre todo, la acción alrededor de la espada de Fernando III el Santo, pueden hacer que la obra sea excesivamente localista. No obstante, valores como el altruismo, la ayuda desinteresada, las ONGs o los amores platónicos con final feliz, trufan una divertida historia de atrevidos soñadores, que, para colmo, son personas de bien.

Thriller en el primer trabajo, comedia en el segundo. Dos registros prometedores para este novel escritor sevillano. Ya nos confirmará por cuál de ellos se decanta.

CG / Pepe Amodeo

martes, 1 de septiembre de 2009

En algún lugar un sueño

... pero una cosa, o un número infinito de cosas,
muere en cada agonía, salvo que exista una memoria
del universo, como han conjeturado los teósofos.
El testigo, Jorge Luis Borges

Khedar Ahmed no lo sabe aún, pero son los últimos momentos que le quedan para contemplar su ejemplar del Corán que duerme bajo su casaca o de acariciar el kalashnikov que le acompaña desde que tenía diez años, aunque ahora el arma lleva muchos meses en completo silencio. Los mismos que hace que conoció a Abú Azra, un talibán que le musitó Sólo Alá es victorioso de una manera que no había oído nunca. Aquel maestro le salvaría el alma mientras saboreaba los assúras del Libro de los Libros como si fueran los dulces que había probado una única vez en sus cincuenta años. En un barrio periférico de Qunduz va a ser encañonado por Bill Sloane, un marine burdo e ignorante que le arrebatará los dos únicos objetos de valor que va a poseer en toda su vida. El americano pesa ciento veinte kilos y no llegan a diez las horas que ha invertido en toda su vida en leer cualquier tipo de texto, incluidos los rótulos de las autopistas. Naturalmente fue la pesadilla durante varios cursos escolares en una escuela pública para Patrick McMahon, buen maestro y mejor hombre de origen irlandés, que nació en Maine en el seno de una familia librepensadora que tenían como tradición llevar flores, al menos una vez al año, a la tumba de H. D. Thoureau, el filósofo rebelde enterrado en Concorde que se negó a pagarle impuestos a un gobierno que le tenía declarada la guerra a los pieles rojas. El padre del maestro, Horace McMahon, socialista, masón y romántico, murió en Brunete en 1937, formando parte de la IX Brigada Internacional que luchó en la contienda civil española del lado del gobierno republicano. Nadie lo sabe, pero al americano lo incluyó en la lista de bajas del parte diario de guerra un linotipista, Sabino Beltrán Arrabales, que acaba de expirar, absolutamente solo, en una residencia de pensionistas en Brihuega. Su hijo, Vicente Beltrán Peña, un emigrante prejubilado en Alemania, tardará mucho en enterarse: hace dos meses que abandonó su hogar, cuando se dio cuenta, en el mismo día, que su hijo era un neonazi que se avergonzaba de su apellido y que su mujer le había estado engañando durante años con el jefe de su antigua empresa. Ahora vive en Dresde, en una habitación limpia e iluminada que le ha alquilado Natia Radisj, una anciana turca que no le ha hecho demasiadas preguntas porque desde el primer momento le ha recordado al primer y único hombre que hubo en su vida, Simón Benabidesh, el ingeniero judío que la enamoró en Smirna, en una playa del mar Egeo cuyo nombre ha olvidado, con el que mantuvo varios meses una relación apasionada y prohibida. El judío sefardita la abandonó para viajar hasta Belo Horizonte, en Brasil. En la madurez, rico y triunfador, tratando de valerse de los poderes que siempre le atribuyó a la Cábala, se arruinó en dos noches seguidas de incontables apuestas al 33, en su doble variedad de impar y rojo. Tuvo tres hijos, y en este preciso instante un nieto suyo al que algunos llaman Ferreiro, dormita intranquilo en una favela miserable en las afueras de Río. Es un niño de edad incierta que bien podía haberle servido de modelo a Sebastiáo Salgado, el fotógrafo de los desheredados. Vive de la basura en uno de muladares de la ciudad y hace un par de días que rescató del fondo de la inmundicia un reloj que él adivina que es de oro. La joya, envuelta en su estuche, estaba dentro de un vaso de plástico y apareció cuando destripó un saco que contenía los desechos de un vuelo internacional procedente de Holanda. A Ferreiro le asalta la duda sobre cómo tiene que convertir el hallazgo en simple dinero. De momento ninguna de las personas que lo acompañan debe saberlo: de lo contrario corre el peligro de que cualquiera de ellos acabe rebanándole el cuello para robárselo. La azafata holandesa, la misma que extravió el Cartier mientras vendía objetos de lujo y servía champán a los viajeros del Bussines Class del vuelo 847 entre Amsterdam y Río de Janeiro, se llama Danika Rotier. Está recibiendo la carta de despido de la compañía KLM como sanción a la pérdida, por lo que no solo no cobrará nada, sino que tendrá que devolver, a una aerolínea que gana miles de millones, varios miles de florines, perdiendo los pocos ahorros que reservaba para ampliar sus estudios de arte. Dos plantas más arriba de donde ella seca sus lágrimas se encuentra el ordenador que ha decidido que a Danika la sustituirá Keno Mitsusio, una japonesa residente en Rotterdam que habla cinco idiomas y cuyo padre, Akira Aso, ha invertido casi toda su vida en escribir un poema de una sola línea que le cambia la vida a toda aquella persona que lo lee. Lo culminó el último invierno que pasó en Hokkaido, mientras contemplaba los impolutos calcetines blancos de un monje que dirigía una ceremonia sintoísta. Una poderosa agente literaria india, con oficina en Kuala Lumpur, acaba de perfilar una estratagema legal por la que el autor japonés recibirá infinitos honores, pero todo el dinero que genere la publicación del poema irá a parar a su bolsillo. Sisnaá Ammurati, que así se llama la agente literaria, es hija de una intocable sexagenaria a la que le está curando las úlceras de las piernas Martha Jaunot, una enfermera canadiense que trabaja en Madrás en una misión humanitaria. Se trasladó allí huyendo de la locura que la acechaba en su solitaria casa de los alrededores de Edmonton, Alberta. La marcha hacia la purificación por el horror se la había recomendado su psicoanalista, tras una sesión en la que le confesó que llevaba un año en el que sólo conciliaba el sueño si vestía para dormir el pijama de su marido, muerto en accidente de tráfico. El terapeuta es un enemigo de la escuela freudiana y se llama Joao Tomé. Es mozambiqueño y desde Canadá mantiene correspondencia electrónica habitual con un natural de la Martinica, al que conoció en una tertulia literaria vía Internet. El isleño, que ha bebido largamente de los textos de Helena Blavatsky y de Gustav Meyrink, se acaba de levantar y teclea en su ordenador una interminable e inconexa historia de individuos unidos por la mera condición de ser sujetos planetarios. Lo que este hombre no sabe es que muy lejos de allí, a los pies del monolito Uluru, o Ayers Rock, en territorio australiano, un aborigen anodino y anónimo sueña las ideas que seguidamente él vuelca en sus escritos, y que, este soñador, ocupa el lugar correspondiente a una desdeñable neurona del supuesto cerebro de un conjugador magnífico de cielos e infiernos al que algunos, todavía, lo invocan llamándole Dios.

Pepe Amodeo
Diciembre, 2001