lunes, 7 de mayo de 2007

Recibir una carta


Pepe Amodeo ha recibido una carta: Ya nadie escribe cartas de este modo, y me enseña un folio escrito con máquina de escribir clásica, convencional, con la huella de los tipos sobre el papel. Quizá haya sido escrita con una Underwood, una Remington o una convencional Olivetti Lettera 42. El caso es que la página escrita resulta conmovedora y entrañable, plegada doblemente sobre sí misma, con una firma al pie. Me pide que la lea y casi doy un respingo ante la confidencialidad de lo escrito: a una persona muy allegada a Pepe Amodeo no le van bien las cosas. Me emociona tanta franqueza, tanta sinceridad. Decía la carta que creemos tener todas las certezas del mundo sobre las personas con quien convivimos. Que pensamos que lo sabemos todo sobre los que nos rodean: los oimos cómo rien, cómo se enfadan, cómo vuelven a serenarse ..., pero que luego, de forma inequívoca, acaban reapareciendo sombras, lados ocultos y oscuros, dudas razonables. Y sin embargo esta persona ha decidido continuar creyendo en otra, seguir tratando de aprender, prorrogar la confianza tantas veces otorgada.


Me dice que es muy poca la ayuda que puede darle: acaso contestarle a la misiva, hacerle una llamada telefónica, o visitarle. Pero pone poco entusiasmo, así que le brindo este blog. Al principio titubea un poco, aunque finalmente acepta, diciéndome que lo ayude al seleccionar uno de sus poemas. No lo dudo y le indico cuál. Este poema lo escribió Pepe Amodeo en julio de 2006 y pertenece a un libro, inédito, naturalmente, titulado Los barros prestados.


Los barros que me prestaron

Tanto tiempo recibiendo arcillas, hijas de otros sedimentos.

Tanto barro tomado y tanto por devolver.

En un tiempo repuse unas sonrisas sinceras,

una mirada clara.

Alguna vez hubo un favor intentado,

algún silencio cómplice.

Un día compartí algunas soledades,

y otro atendí un sueño ajeno.

Apenas nada, comparado con las cerámicas y caolines

que han llegado siempre hasta mis manos:

los alientos desinteresados de mis padres,

la partitura siempre renovada que me permite

interpretar mi compañera,

los caminos enseñados que me conducían

al final de todo cautiverio,

las libertades posibles que me mostraron mis hijas,

o la lección aprendida tras una pifia inconfesable.

Son barros prestados, pero no los siento

ajenos. Tampoco me pertenecen los bronces

y oropeles de los que alguna vez hice gala,

arneses que precisé mientras cometía errores:

espero que el saldo sea favorable, alguna vez,

a los materiales más frágiles, y poder poner,

por fin, un poco de lucidez sobre mis espaldas.

CG

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