viernes, 30 de julio de 2010

Rolando Campos, un año más...

"... por decirlo así coge por sorpresa y ataca por la espalda a la inteligencia." Con esta frase extraída de un personaje de William Faulkner concluía Begoña Medina su particularísimo adiós a Rolando Campos, un artículo que apareció en El País del 8 de agosto de 1998.

Han pasado doce años y unas personas muy ilusionadas de mi entorno me acaban de comunicar que se marchan de vacaciones. A Asilah: al sur de Tánger, una perla atlántica, el sueño de músicos, poetas y pintores. Me cuesta guardar silencio, aunque sólo vienen a mis labios la formalidades de rigor, pero mi cabeza está en otra parte. En cuanto puedo, acudo a mi biblioteca. Abro el ejemplar pertinente de Litoral y busco el poema que Josefa Parra le dedica al azul de esta ciudad, que dice así:

Calles de Asilah

Quise escribir "azul"
y encontré la pureza
de tus calles cubiertas de turquesas y flores.
La cal contra el silencio de un cielo de verano.
Esquinas donde el sol bordaba el mediodía.
Espliego y yerbabuena, el mar alto, la vida
y el ameno rumor también azul de un nombre.

Por un segundo imagino que en aquel verano del 98, cuando RC miraba aquellos blancos y azules, ya habría encontrado la manera de conjugarlos con los movimientos contínuos que tanto lo caracterizaba, protegido por su destreza en el manejo de cielos flamígeros, destelleantes, habituales en la Sevilla que lo vio crecer como pintor y como hombre.

Josefa y Rolando probablemente nunca se conocieron, pero me gusta pensar que hay algo que los unirá eternamente: ambos evocaron, paseando por sus calles, un nombre. La primera lo confiesa en el poema. Del segundo sólo tengo la conjetura -irreal e improcedente, ya lo sé-, proporcionada por su capacidad para capturar colores, formas, perfiles, siluetas, ... y esa era su manera de nominar un universo propio al que, con toda generosidad, invitaba a todos los que a él se acercaban. Sólo que esta vez quiso que la invitación estuviera aderezada con un silencio perpetuo y una ausencia que todavía duele. Lo cogió por sorpresa y atacó por la espalda a la inteligencia. A la suya, a la de todos.

CG

sábado, 24 de julio de 2010

Las ciudades, el viaje

Una era construye ciudades.
Una hora las destruye.
Temístocles, c. 524 - 459 a. C.

Las ciudades que más me subyugan son las que aún no he llegado a conocer. Y no es que me hayan decepcionado algunas de las que sí he conocido, que también, sino porque estoy de acuerdo con la frase de Eduardo Punset aparecida en Babelia el pasado 10 de julio: La felicidad está en la sala de espera de la felicidad. Nada hay más ilusionante que tener ilusiones. Nada hay más ilusionante que disponer de una Ítaca en el horizonte, sabiendo que cuando la alcancemos -y salgamos de ella-, todo será igual pero nosotros nunca seremos los mismos.

Visitar una ciudad sólo por tener voluntad de hacerlo -el viaje, ese trasunto del camino que representa la vida-, ha logrado, poco a poco, cincelar sensaciones desiguales en mi memoria, creando una especie de sentimentalidad lejana de lo cotidiano. Pero en realidad no sé qué era lo que perseguía al visitar Brujas, Salamanca, Venecia, Berlín, Évora, Heraklion, Sigüenza, Verona, Ginebra... Sólo sé que crucé unos puentes de vieja historia, que hice amigos efímeros con los que crucé alguna postal, que guardo con especial celo los aromas que me provocaron mares remotos, condimentos prodigiosos y maderas extrañas, y que comprobé, en todos los casos, que la vida se ilumina y suena de igual manera en Cádiz, en Bruselas o en Lisboa. A veces, con los regulares perfiles de sus torres y los caracteres de sus habitantes, logré construir un plano, un esquema, que me sirvió después para interpretar mi vida.

Insisto en que las ciudades que más me subyugan son las que aún no he llegado a conocer. Lo diré de otra manera: acabo de decidir que no estoy seguro de querer llegar a Samarkanda.

Pepe Amodeo