martes, 24 de abril de 2007

Tu nombre y la palabra

Visito la página de Arponeros y me encuentro con esta noticia: a mi buena amiga Maria Fernanda Trujillo le han otorgado el Primer Premio de Narrativa en Tomares, Sevilla. Es la III edición que organiza la Asociación ARTESOY, que acoge a Mujeres Artistas de la misma localidad. Como no podía ser de otra manera, le pido permiso para que el relato premiado pueda ser leído por las pocas personas que visitan el rincón que comparto con Pepe Amodeo

El relato, en clave epistolar, se titula Tu nombre y la palabra y es un emotivo ejercicio de comprensión dedicado a aquellas personas a las que la vida apenas les concedió nada. María Fernanda me confiesa que detrás de esta ficción hay una pequeña historia verdadera, y que por eso ella le cede esta vez protagonismo a quién acaso nunca lo ha tenido. He aquí el relato.

He dudado muchas veces a la hora de dirigirte esta carta, Blasa, amiga mía. Pero sí; al final he decidido poner por testigo a la palabra.

Ya sé que no te gusta que te llamen por ese nombre, que prefieres que te llamen Sita. Blasita, Sita, como te llamaba tu madre. A veces los seres humanos nos vemos obligados a cargar con legados que nos marcan la vida entera. Y tú llevas en tu nombre la herencia del abuelo muerto. Hoy me he permitido llamarte así, a pesar tuyo, porque esa fue la primera palabra que escribiste, toda con mayúsculas: BLASA. La dibujaste con letra torpe todavía, pero con un orgullo indescriptible, una mañana de abril, cuando la tinta rezumaba primavera.

Recuerdo el día que nos conocimos como si fuera hoy mismo. Al término de mi conferencia sobre la mujer rural, que aplaudiste con tanto entusiasmo, estrechaste mi mano entre las tuyas. Y yo, he de confesarlo, la retiré ruborizada, culpable por tener manos tersas y suaves, en contraste con las tuyas rugosas y ásperas, ajadas de tanto esfuerzo, de tanto sol y azada, de amañar guisos y sabores e hilvanar y sobrecoser telas imposibles. Tú, probablemente, ni te diste cuenta e insististe en el abrazo y las felicitaciones. No nos volvimos a ver hasta meses después, en la capital. Aquella cara conocida, sin nombre. “Soy Sita, de Villadealba. Quiero aprender a leer y a escribir. Tengo que recuperar el tiempo perdido”. Te sentí desvalida y yo, otra vez culpable, moví los hilos sin costura de la Administración para tejer un puente hacia un mundo todavía inédito para ti. No me fue difícil; no me lo agradezcas, querida amiga. Tu aprendizaje, sin embargo, fue rápido y fructífero, aunque no exento de esfuerzo: “Eso son pamplinas. Sobre todo a tu edad. Pamplinas”. Fue lo que te dijo tu hombre, como a ti te gusta seguir llamándolo. No es malo tu hombre, no, ya lo sé. Pero Juan tenía miedo a lo desconocido. A una mujer distinta en su pequeño mundo de siempre. Miedo al cambio; tú misma me lo decías cuando hablábamos por teléfono. Por mi parte, asumí el reto de tu aprendizaje siguiendo la instrucción de cerca, y tú te mostraste siempre agradecida, desde el mismo momento que conseguiste trazar aquel obligado nombre tuyo. Al principio, cuando me escribías, combinabas frases simples que se fueron haciendo luego más complejas y que yo leía, primero con cierta sensación de superioridad, he de reconocerlo, hasta que fui descubriendo un universo mágico, impregnado de ternura y sabiduría antigua. Recuerdo también cómo referías lo que experimentabas entonces: “¿Tú sabes lo que significa ver sin entender? ¿Sabes lo que significa descubrir luego el sentido del nombre de una calle, la lógica del número de una línea de autobús, aquí en tu ciudad, comprender el título de una película y el rótulo de un anuncio en televisión? Lo primero es la ceguera. Y yo nunca más seré ciega ante la vida”. “A veces me despierto de madrugada y me pongo a jugar con las palabras. Ellas me hablan ¿sabes? Por eso guardo el cuadernillo antes de dormir debajo de la almohada”. Me lo comentabas con ilusión esperanzada en el futuro y sin rencor hacia un pasado que marcó tu primera existencia analfabeta. Respecto a mí, empecé a aprender del rigor que se desprende de la naturaleza, de animales y plantas, de nubes y tormentas. De amanecidas y atardeceres magníficos. De colores que yo desconocía, por inexplorados. Y nuestra amistad se hizo grande, al tiempo que crecieron el conocimiento y las palabras. Y el trueque de nuestras vivencias nos enriqueció más que todas las universidades juntas. La universidad de la propia vida. Gracias querida amiga, sí; crees que no merece que lo diga, después de tantos años, pero he de hacerlo, porque estoy en deuda contigo. Porque aquel día que estrechaste mi mano entre las tuyas ajadas, me cediste un tesoro inestimable: el de la voluntad y el esfuerzo que llevan al Conocimiento.

Te entregaré esta carta mañana, al término de tu recital de poemas. Mi más sincera enhorabuena, Sita. Luego, cuando todo el mundo se haya marchado, ¿querrás dedicarme un ejemplar de tu obra? Tus poemas son magníficos, así lo ha confirmado la crítica. A mí, qué quieres que te diga, me emociona especialmente el primero de todos ellos: El nombre y la palabra:


Las letras compiten entre sí
por disponer tu nombre,
sujetándose al cuello,
atenazando de brújulas la garganta.

Hoy procuro llamarte sin prisas,
mientras, bajo la hierba del océano,
se traban las colas de los peces dormidos
y la lluvia oxida las palabras
que tenía reservadas para ti.

Hasta mañana entonces, Sita. Recibe un fuerte abrazo,

Beatriz
Mª Fernanda Trujillo León

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