Recorrer el camimo que hay entre mi casa y la Biblioteca Pública me sirve para recordar que la primera novela de Miguel Delibes que leí, allá por 1963 ó 1964, se titulaba Las ratas. Desde entonces nunca he olvidado al Nini, un niño inteligente, primitivo y de rural nobleza -carente de heroicismos superfluos y prescindibles-, que el escritor ubica en la vieja Castilla. Ni a su perra Fa, certera como ningún otro animal del entorno para cobrarse las ratas con las que subsistían el niño y el Ratero, su padre.
Tomo de la estantería Señora de rojo sobre fondo gris, de la editorial Áncora y Delfín, y al más puro estilo de las Sortes Virgilianae, abro el libro de forma caprichosa:
"Tu madre aceptó el aplazamiento alborozada, como un escolar ante unas vacaciones suplementarias. Nos organizamos de acuerdo con sus deseos. Las mañanas, después de pasear una hora por los jardines de la clínica, transcurrían en el Prado, yo con el Goya negro, ella con el Greco. Es más espiritual; no estoy para dramas, se justificaba. Dos horas más tarde nos reuníamos con tus hermanos para comer en tu casa, ella se echaba un rato y después nos íbamos al cine, a la primera sesión, merendábamos en casa del tío Juan, con mis hermanos, y a las ocho volvíamos a la clínica, ella a su cama, yo a mi catre penitencial. Este plan de vida fuera de casa, con el espejito a mano, sin obligaciones que atender, suscitó en ella una euforia pueril; me hizo acompañarla al zoo y al Museo de Cera, se abrió al pasado, y en nuestros paseos matinales, entre las hojas secas, reconstría nuestra vida en común, la pequeña historia de nuestros amores adolescentes, la penuria franciscana de entonces, la Universidad, el primer beso, la Medalla del Salón de Otoño, la boda, la beca en París, el semestre en Washington, los hijos, los nietos, vuestro encarcelamiento. Tenía el privilegio de ver las cosas por el lado optimista y yo le seguía la corriente..." (págs. 139-140).
"Tu madre aceptó el aplazamiento alborozada, como un escolar ante unas vacaciones suplementarias. Nos organizamos de acuerdo con sus deseos. Las mañanas, después de pasear una hora por los jardines de la clínica, transcurrían en el Prado, yo con el Goya negro, ella con el Greco. Es más espiritual; no estoy para dramas, se justificaba. Dos horas más tarde nos reuníamos con tus hermanos para comer en tu casa, ella se echaba un rato y después nos íbamos al cine, a la primera sesión, merendábamos en casa del tío Juan, con mis hermanos, y a las ocho volvíamos a la clínica, ella a su cama, yo a mi catre penitencial. Este plan de vida fuera de casa, con el espejito a mano, sin obligaciones que atender, suscitó en ella una euforia pueril; me hizo acompañarla al zoo y al Museo de Cera, se abrió al pasado, y en nuestros paseos matinales, entre las hojas secas, reconstría nuestra vida en común, la pequeña historia de nuestros amores adolescentes, la penuria franciscana de entonces, la Universidad, el primer beso, la Medalla del Salón de Otoño, la boda, la beca en París, el semestre en Washington, los hijos, los nietos, vuestro encarcelamiento. Tenía el privilegio de ver las cosas por el lado optimista y yo le seguía la corriente..." (págs. 139-140).
Dar un repaso a la vida mientras se pisan hojas secas: qué recurso más acertado... Gracias, D. Miguel, por redescubrirnos en su literatura. Gracias por su mejor personaje -el Cipriano Salcedo de El hereje-cuyo exitus me hizo llorar una tarde de Diciembre del año 1999.
Desde este humilde rincón de un mundo tecnológico del que usted decía desconocerlo todo, permítame recordarle como un ejemplo al más puro estilo machadiano: un hombre bueno. Hasta siempre, maestro.
CG