sábado, 23 de junio de 2007

La lectura, un mal confesable

En su obra Defensa de la lectura, Pedro Salinas establece diferencias importantes entre los adjetivos leedor y lector, asignándole al primero el significado de "aquél que lee por obligación", y al segundo el que lo hace por "el puro placer de leer, por ganas de estar con el libro como si fuera un ser amado, porque el amor que se le profesa (al libro), resulta invencible ..., sin esperar ganancia material o social alguna, nada que fuera más allá del ejemplar mismo y el mundo que genera" (La imprecisión en el entrecomillado viene por confiar en la memoria).
Así que cuando uno se encuentra con páginas como la de "El lector sin prisas", y detecta en sus contenidos ese amor supremo por la lectura, ese mal confesable que a muchos nos supera, no se puede por menos que enviar un saludo solidario a los componentes de "El Equipo Médico Habitual", cuatro voluntarios que aportan unas acertadas - y creo también que desinterasadas-, críticas literarias.

Otro dato más que viene a confirmar la existencia de la Biblioteca de Babel, o Circular, de Borges: encontré la página buscando información sobre Ryszard Kapuscinski y su obra Viajes con Heródoto: una vez más el sustantivo necesita de un buen adjetivo, así que propongo dos palabras: azar y aleatorio.

Como la crítica literaria es una de la finalidades perseguidas por este blog -compartido afortunadamante con Pepe Amodeo-, creo que no nos equivocamos al recomendar esta página, al tiempo que la añadimos de manera permanente a nuestra lista de favoritos.

No recomendamos visitar páginas de forma gratuita, así que fíense de nuestra apuesta y entren en ella: los autores no sé si lo agradecerán pero ustedes, sin saberlo, estarán validando la frase del mismo Borges (Borges, siempre Borges): Que otros se jacten de las páginas que han escrito; a mí me enorgullece las que he leído.

http://blogs.epi.es/ellectorsinprisas/

CG

Verás el cielo abierto

por Manuel Vicent

De la Biblioteca Pública del pueblo donde he sido acogido a cambio de pagar los correspondientes impuestos, me llevo a casa Verás el cielo abierto, de Manuel Vicent y apenas tardo unas horas en leerlo.

Nunca seré sorprendido colocando aquí el contenido de las solapas de los libros que he leído: démosle el respeto debido a lo que ya hacen otros -¿o debería decir otras personas, evitando caer en ese horror de lo políticamente correcto?-, que además viven de eso, mientras que yo vivo casi del aire. Manuel Vicent no se redime aquí de culpa alguna (ni tiene porqué), aunque en estas páginas confiesa -irónicamante claro-, que a veces ha llamado a su psicólogo para que le aclare algún conflicto onírico gastronómico, mientras que la mayoría de los mortales, cuando podemos pagarnos a alguno de estos profesionales, lo llamamos atenazados por el stress y la ansiedad.

En cualquier caso, el maestro de la magistral columna No pongas tus sucias manos sobre Mozart, premio González Ruano en 1979 y de aquellos Daguerrotipos, que a finales de los años setenta se podían leer en la penúltima página de El País Semanal, se ha superado a si mismo en una sutil observación del pasado, particular y colectivo. Si quieren leer las primeras páginas de esta biografía novelada pulsen aquí.

Pepe Amodeo

sábado, 16 de junio de 2007

Muerte de un corsario

Reconozco haber sucumbido a la presión mediática que Piratas del Caribe está teniendo en nuestro país, pero la historia que hoy propongo nada tiene en común con la producción norteamericana. Sabemos que la existencia en el mar siempre ha sido dura, pero si a ello le añadimos la de ser marineros enrolados en cualquiera de las patentes de corso que proliferaron por las costas levantinas y vascas entre los siglos XII y XVI, pues tendríamos una actividad que, con toda seguridad, estaría muy lejos del fervor romántico con que algunos autores la idealizaron (veáse la Canción del Pirata, de José de Espronceda).

Sin entrar aquí en detalles sobre las diferencias entre actos corsarios y piráticos, aún sabiendo las estrechas lindes que confunden a ambos, sí recordaré la entrada del DRAE para patente de corso: Cédula o despacho con que el Gobierno de un Estado autorizaba a un sujeto para hacer el corso contra los enemigos de la nación.

Diego González de Valderrama, alias Barrasa, del que sabemos todo sobre su muerte pero poco acerca de sus origenes, debió ser un personaje ambicioso, con anhelos de pertenecer a la caballería castellana, aunque un documento catalán de la época lo califica de escudero, o sea la categoría más baja de la nobleza. La crónica genovesa que relató su muerte, lo situa como originario de una zona cercana a Sevilla, alrededor de 1365. Era pariente de un tal Juan Gonzálvez de Moranza, el cual estuvo al servicio de Luis de Anjou, conde de Provenza.

Es probable que tuviera escasos recursos económicos y que, por el contrario, fuera un agudo observador de las intrigas palaciegas que existían en las cortes ribereñas del Mediterráneo de la época. Esto le debió hacer intuir que ejercer el corso le posibilitaría un ascenso rápido, acorde a su osadia y a sus ambiciones. Hay constancia de que se puso al servicio de la Corona de Aragón, en disputa con los genoveses por la influencia comercial del norte del Mare Nostrum, así que de continuo fueron las naves con esta bandera sus objetivos, ademas de turcos y provenzales. La primera queja sobre sus fechorías está registrada en 1397, y la hace el maestre portulano de Sicilia, genovés, llamado David Lercaro. Las costas de Siracusa, Nápoles, Pisa, Marsella, Morvedre (Sagunto), Alicante, y hasta Cádiz, fueron el escenario de sus actos piráticos.

Alrededor de 1400 logró su máximo poder, ya que si los navegantes no querían ser molestados pagaban un canon de forma voluntaria a Gonçalvez de Barrasa (otro de los nombres con que aparece en las crónicas). Tambien en aquellos años puso en aprietos al mismo monarca de la corona catalano-aragonesa, Martín I el Humano, empeñado en lograr la paz con los genoveses, sus antiguos aliados.

Su decadencia comienza en 1407, cuando es abandonado a su suerte por este rey, que ya le califico de enemigo y ladrón de caminos. Su muerte le sobrevino en 1410, cuando intentó el abordaje de un buque genovés que comandaba Paolo Italiano. Tras el fracaso del asalto delante de la costas de Valencia, y cuando la derrota era manifiesta, sus mismos hombres lo echaron al mar atado a una piedra, tratando de conseguir que los genoveses no identificaran aquella tripulación con la de Diego de Barrasa.

Tal fue la dramática y vil muerte de este personaje, traicionado por sus hombres, y finalmente humillado por los enemigos que él mismo fue capaz de crearse, y así queda registrada en una interesante obra escrita por Mª Teresa Ferrer Mallol, titulada Corsarios castellanos y vascos en el Mediterraneo medieval, editorial CSIC, Barcelona, 2000. Pero ¿porqué estos trabajos no tienen el eco que si tienen las obras de ficción, como las famosas La posada de Jamaica o La isla del tesoro? ¿Qué sabemos de los sinsabores, enfermedades y desengaños que con seguridad padeció este Barrasa? ¿Tuvo algún momento de debilidad? ¿Era vulnerable? ¿Fue generoso con alguna barragana, o, por el contrario, fue en todo momento mezquino y miserable? No se porqué, pero llegado a este punto pienso que siempre nos quedarán el Capitán Alatriste, Tin Tin y Corto Maltés.

Al fin y al cabo no somos nada originales cuando preferimos a los héroes de ficción como compañeros de sueños.

CG.